Galanes de noche en un patio casero (Fuente externa)

(Primera colaboración de Vanessa Gaardeng-De la Cruz, desde Oslo, Noruega)

Los Bonson eran tres: los padres Chepín y Elena, y la hija Elenita.

Ellos eran el arquetipo por excelencia de los americanos de antes: altos, distinguidos, masones, rubios, con ojos muy azules; ella era boba, con una lengua inusualmente larga que adoraba sacar y una cara redonda y colorada de gorda malcriada hija de viejos.

Mis abuelos eran sus amigos y hermanos de logia. En el pequeño costurero de Elena, custodiada por numerosos santos que observaban desde sus nichos y bebiendo refrescos con olor a verbena, yo recortaba ropas de papel para muñecas de piernas muy largas y nombres de puta, mientras las señoras intercambiaban chismes y los señores discutían en el porche.

Supimos que se iban, como supimos que se iban tantas otras familias amigas por aquellos días insoportables, con una mezcla de alegría y turbación: nos estábamos quedando cada vez más solos. Chepín se lo contó a mi abuelo en el portal, con lagrimones fáciles corriendo por sus mejillas, y le contó también, aunque no hacía falta, la pesadilla de la burocracia, el hostigamiento abierto de las autoridades, la pena de los santos, que se quedaban en la casa de la cual no podrían sacar más que sus pertenencias más íntimas para el viaje.

«Si nos quedamos aquí nos morimos de hambre, Lorenzo.»-le dijo. «Tengo que pensar en esa niña». Y señaló con su barbilla prominente de irlandés a la hija, tan boba y tan veinteañera y tan amiga de la magia negra.

Mi abuelo fue a despedirlos al aeropuerto y regresó sin ganas de cenar: los aviones se habían convertido en enemigos hacía mucho.

A los dos meses de la partida de los Bonson, un primo de Chepín telefoneó desde New Jersey a las autoridades locales para informarles que la herencia de su familia estaba enterrada en el patio de la casona, justo debajo de la mata de resedad que Mafifa solía podar mientras Elenita lo miraba amorosa; él lo sabía de siempre, pero no había querido contárselo a Chepín por una vieja enemistad.

El tesoro, cientos de monedas de oro ocultas en botijas de barro, fue desenterrado un miércoles de diciembre. Hombretones vestidos de verdeolivo cavaron durante horas, observados de cerca por una horda de vecinos curiosos, y metieron las botijas en sacos que cargaron en jeeps militares completamente cerrados.

El agujero quedó allí, respirando por la herida, durante muchos años; la familia de apontes que se mudó inmediatamente después no se preocupó jamás de cerrarlo, como tampoco de regar los galanes de noche del jardín, de limpiar los ventanales o de engrasar la verja de hierro; era la casa de los gusanos, dejarla caer de olvido y mugre era un deber revolucionario, supongo.

Hemingway lo dijo muy claro: «Escribe una historia verdadera, sobre algo verdadero que conoces bien». Los Bonson están muertos, como los santos en sus nichos de yeso, pero yo conocí bien su historia: eran rubios y mansos, y tuvieron un primo cabrón. Es todo.

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