Captura de pantalla de una poza de ion rio en zona montañosa de Cuba (Fuente externa)

(Colaboración especial del escritor y poeta cubano Emelicio Vázquez Tamayo)

Emelicio Jacinto Vázquez Tamayo (25-1-1946) nació en el remoto paraje de Boca del Toro, sitio montañoso del Municipio Bartolomé Masó, Provincia Granma, en Cuba. Licenciado en Español y Literatura General. Instructor de Teatro. Poeta y narrador. Promotor cultural. Ha recibido los premios del Primer Encuentro Nacional de Talleres Debate, el Raúl Gómez García 1976, el Rubén Martínez Villena 1976, Concurso 13 de marzo en 1984, Concurso 26 de Julio en 1993, Pinos Nuevos en 1995, La Pluma de Cristal del 2001. Su obra ha sido publicada en múltiples revistas literarias y antologías. Ha publicado los libros Por la estampa perdida, Relatos de amor y odio y Sonata para los herederos (2002).

El cuento de Emelicio que Nota Clave se honra en publicar este domingo se titula en realidad Alejandrina, la poza y yo, pero es conocido como La Poza y ha sido representado en el teatro en forma de monólogo. Se trata de una pieza de alto lirismo que abrió una tendencia dentro del cuento cubano en los años 70, con claros antecedentes en las obras narrativas de Onelio Jorge Cardoso y de Juan Bosch.

El tono lírico, la intensidad dramática en su brevedad y el tratamiento naif de la anécdota que cuenta, intrínseca a la propia personalidad y a la vida del autor, quien creció dentro de la naturaleza más intrincada de Cuba, le convierten en un cuento antológico.

Alejandrina, la poza y yo

La esperamos
para pellizcarle con nuestras
bocas su cuerpo, porque se fue
un día dejándonos su única flor;
y dicen que hoy viene,
entre muchas y con muchas flores.
“LOS GUAYACONES”

 

Yo estaba parado aquí mismo en esta piedra grande y vi como Alejandrina se me perdió entre aquella loma y la otra que es por donde se mete el río y por donde coge el camino que ella debió seguir. Pero ya debía ir lejos, porque bien sabía yo que ese caballo era veloz y porque el miedo que ella llevaba en el pecho se le bajaba aprisa por todo el cuerpo hasta llegarle a las espuelas y que de ahí se le cruzaba para la panza del animal y enseguida se convertía en sangre y carrera.

Ahora me alegro de estar sentado aquí en esta piedra que tiene la mitad dentro del agua, desde donde estoy mirando esos guayacones que se meten por entre el lino verde que parece irse siempre con el agua y está siempre en el mismo lugar. Y me alegro, porque quiero que se ahogue ese otro que está ahí debajo; porque ahora me da por pensar que entre mucha gente habría que repartir la culpa si algo malo le hubiera pasado a Alejandrina. Yo sé que parte de la culpa la tiene ese que está mojado y que tiene sus ojos puestos en los míos. Aunque de todas formas no hubiera tenido mucho de qué arrepentirme, porque aquí los padres fueron muy malos, se las arreglaban nada más con doblarles el forro del machete o con hacerles marcas de soga en todo el cuerpo a sus hijos, como le hacía el padre de Alejandrina, que la ponía a bailar la suiza.

Y después, la contra, era ir por aquel farallón que está más arriba del cafetal grande a buscar un haz de leña; porque allí hay mucho Carbonero y el Carbonero arde muy bien. Y si no, pasarse el día con un cubo en la cabeza de la casa al río y del río a la casa, subiendo y bajando, subiendo y bajando.

Pero un día, un día su padre pagó bien cara la gracia, porque él, con la hebilla del cinto, sin querer o queriendo, le hizo una herida en la cara, que, por cierto, ahora se le ve muy bien la cicatriz, porque le atraviesa la ceja izquierda y le forma un arquito como si fuera una luna en cuarto menguante. Ella, entonces, le robó la hebilla y me la trajo. Me dijo que la cuidara, porque eso costaba caro y porque era muy vieja, más vieja que el padre de su padre. La hebilla es dorada y tiene un caballito blanco y brillante en el centro, parado en dos patas y haciendo así como un relincho.

Después sí que la cosa se puso mala, porque su padre la anduvo buscando para entrarle a machete y me buscó a mi también para hacerme lo mismo, pero con más rabia todavía.

Y nada…, aquí estuve sentado en esta piedra que tiene la mitad de su tamaño metida en el agua, frente a la poza donde yo le enseñé a nadar a ella, aquí estuve con este machete bien afilado, porque si él viene con la intensión de cortarme la cabeza para que yo no pueda vivir más, ¡Ah!, entonces si que esta poza se iba a poner roja, mucho más roja que la última vez cuando nos bañamos Alejandrina y yo.

Los dos, entonces, le encontramos más belleza que nunca a la poza, porque estaba transparente y tenía un hilito rojo en el centro que se dejaba llevar por la misma corriente del río…

Copyright: Emelicio Vázquez Tamayo

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