SIgredo Ariel, foto reciente (Fuente externa)

La última vez que vi a Sigfredo Ariel tenía todavía el cabello negro. Este domingo, cuando me enteré de su fallecimiento en La Habana, llamé instantáneamente a Camilo Venegas quien sigue atrincherado en su loma de Jarabacoa, y era un gran amigo suyo. Camilo resumió al ser humano así: «siempre tenía cara de niño y un sentido del humor…!».

Hablamos de su poesía, porque eso fue a lo que más le puso nombre Sigfredo y a su protagónica cruzada por lo mejor de la música cubana. Era considerado un experto en ella y sabía -como me contó Camilo- quién había grabado la trompeta en tal disco de Benny Moré o las congas en aquel otro de la orquesta Casino.

Era un buen muchacho, nunca dejó de ser un buen muchacho, menos aplicado de lo que parecía, y puede que con muchas menos historias que las que se le endilgan hoy, un día después de haberse ido de este mundo.

Sigfrido Ariel era en la vastedad semidesértica de la cultura cubana actual, una de las voces propias mas auténticas de la poesía.

No fuimos amigos, nunca fuimos amigos. Lo más cerca que estuvimos fue unas cervezas que nos bebimos juntos en un colmado allá abajo, donde casi nace o muere la Avenida Lincoln, en un Santo Domingo que estaba en Feria del Libro. Hablo de las verdaderas ferias del libro, no las de ahora.

Incluso le insistimos para que se quedara, Camilo y yo le prometimos hacer las gestiones para que pudiera venir a residir. Pero como me dijo Camilo este domingo, él no hubiese podido vivir aquí, sencillamente no podía vivir fuera de Cuba.

Su paso por la música como investigador y productor radial y televisivo le convirtió en uno de los mas serios promotores de lo mejor de la música cubana. Fue asesor del documental Buenavista Social Club de Win Wenders que lanzó mundialmente ese ventú accidental producido por Ry Cooder.

Sigfredo, quien había nacido el 31 de octubre de 1962, ganó el entonces muy codiciado Premio David de Poesía en 1986, un año antes que yo, con un libro que anunció una de las voces más originales de nuestra generación y de la poesía cubana en su totalidad: Unos pocos conocidos. Casi diez años después entregó El enorme verano (1995) que le valió el Premio Pinos Nuevos, en medio de la debacle del período especial. Al año siguiente la prestigiosa Ediciones Vigía, de Matanzas, le publicó El cielo imaginario. En 1997 apareció en Málaga (España) Las primeras itálicas; ese mismo año ganó el Premio Uneac de Poesía «Julián del Casal» con Hotel Central (Ediciones Unión, 1998). El nuevo siglo le permitió publicar en el 2000 por la Editorial Letras Cubanas Los peces y La vida tropical y en el 2002 ganó el Premio Nacional de Poesía «Nicolás Guillén», con Manos de obra (Editorial Cubana), que además recibió el Premio de la Crítica. Escrito en Playa Amarilla (Ediciones Matanzas, 2004), me lo dedicó el 1 de mayo del 2015, cuando nos reencontramos en Santo Domingo. Su poemario Born in Santa Clara (Ediciones Unión, 2006 y 2007) le ganó otra vez el Premio Uneac de Poesía «Julián del Casal» 2005 y el merecido Premio Nacional de la Crítica 2006. En el 2008 lanzó Cielo imaginario, en el 2011 Ediciones Sed de Belleza, de Santa Clara, su ciudad natal, le publicó Objeto social y en el 2017 la Editorial Matanzas, de la provincia vecina hizo lo mismo con Todos los hierros, entre otros libros que se me escapan, aunque no se puede dejar fuera su propia antología La luz, brother, la luz  publicada en el 2010, así como El arte perdido de la conversación (Monte Ávila, Caracas, 2010) y Ahora mismo un puente (Madrid, 2011).

Lejos de toda solemnidad, su poesía ejerce una energía protagónica gracias a la transparencia de un lenguaje, un aire y una narrativa, tomados de la vida real, pero limpio, como pasado por un tamiz donde cabían lo mismo modernismos que antiguas resonancias que le llegaban a través de la música. En su verso cabían siempre la ironía, la nostalgia y el dolor, pero también esas oscuras vicisitudes de la vida cotidiana que lo sentaron a medio camino de lo conversacional y lo intimista. Sigfredo fue, por tanto, uno de los primeros puentes de más firmes tocones, entre dos tendencias poéticas que en los 80 estaban encontradas, chocaban en cada esquina y que después, el tiempo y la realidad, ayudaron a convivir en estilos más llevaderos.

Sigfredo Ariel fue, es, uno de los grandes poetas cubanos. Y toda antología que se respete sobre la poesía cubana tiene que incluirlo a él que ahora pasa a la posteridad con el cabello medio canoso pero con esa carita de niño que nunca dejó de tener, detrás de la cual se parapetaba un ser humano lleno de defectos y virtudes, mortal como todos, pero buen poeta, que es decir, buen ser humano. Lo muestran estos poemas suyos de diferentes tiempos y libros:

Otra imagen de Sigfredo Ariel (Fuente externa)

Habrá quien de estos versos saque una canoa y
entre al mar pues ya he sentido en mi espalda su
callado impulso y siempre habrá quien de estos
versos edifique una tarde incomprensible para mí
entre sus desconocidos en lugares que no veré
rodeado de palabras que serán extrañas y siempre
habrá quien suponga la nada de estos días y trate
de cortar con un cuchillo esta rueda de humo.

* * *

Ha vuelto a ser octubre muchas veces
punteros de átomo, navíos
escapes de amoniaco
nos han acorralado como estacas
no he prestado atención.
Tras las canteras
y el rastrojo oliva de los pastos
no se verá la costa
llamada Caibarién por un vaho de indios.
Y me he dejado llevar
o me han traído
y he llegado hasta aquí
remontando
la tierra apisonada
por infinitos bailes.

* * *

Radio Sarusky

En un ejercicio de atardecer con whisky
brasileño, riéndonos de peces
de colores y en especial de uno mismo
escuchaste a Jaime, huérfano
de padre y madre, polacos muertos
en diferentes campos de exterminio, decir
—Si olvidas que eres judío, alguien
no judío te lo recordará

—Estate atento a las casualidades
que por cierto no existen: una muestra
es esa estrella de David en el granito
de la casa donde has venido a dar, me dijo
Jaime ayer, sin una gota de alcohol
pero ya en sueños.

* * *

Un bolero muy lento

Corté para blanquear su boca
unos cantos de cal, de los brocales
en que sometió los ojos, cales vivas
volaron de la roca.

Para aflojar los duros brazos
busqué flores enteras que dejaron
cortarse en rojos mazos.

Mis manos sus manos dibujaron
hermosas, de abras
empinadas saqué la oscuridad
y el agua de su vista, la unidad
de sus huesos con plata repasé.

Y no rocé su oído porque sé
que de nada le han servido mis palabras.

* * *

Y es ahora que interviene un funcionario

Si tuviera tu edad me tatuaría
un racimo de uvas sobre la espalda lisa
o un león en el bícep infantil en sacrificio
a un cambiazo de moneda, un próximo
dislate de las economías o un nuevo rol
en la cama si es posible

Una tarde de estas para vengar
a mi generación iría a zapatear a la lánguida
Academia en homenaje a la máquina
que hila, la máquina que teje, la máquina
que no deja de hacer letra mientras prosigue
en todas partes el guateque nacional
de la holgazanería Claro que iba a estar

más a gusto con las uvas y el león si tuviera
tu edad no un mínimo cargo importante
en el gobierno, esta apariencia de villano
de cómic y un impúdico teatro personal
con funciones continuas.

* * *

Diana clásica

El buen rumbero
no hace rumbas en su casa.

El buen rumbero venera
las cuatro losas de su cuarto
como el palacio
de Tebas.

El buen rumbero
es Edipo.

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