Arbol a la izquierda de la Iglesia, en Yara (Cuba), debajo del árbol un monumento al Indio Hatuey (Foto: Alfonso Quiñones)

Crecí entre los cuentos de la aparición de la luz de Yara, cuentos que hacían los familiares y vecinos de Media Luna, en la provincia Granma, Cuba. Siendo niño acompañado por personas mayores, y luego siendo un adulto, anduve varias veces de noche por donde decían que casi siempre salía la luz, los montes de Vicana, Manaca, Macaca, Purial, etc, y nunca vi nada.

Entre los efectos más recurrentes eran que se te aparecía a cierta distancia en medio del camino en la forma de una bola de luz amarilla y azulada, y que, si ibas a caballo, la bestia corcoveaba siguiendo los movimientos ondulantes y saltarines de la luz, capaz de aparecer entre las ramas y las copas de los árboles, llevándote encantado hasta el amanecer hacia un monte intrincado o una sabana desconocida.

Tarja en los pies del monumento, en el sitio donde quemaron vivo al indio Hatuey (Foto: Alfonso Quiñones)

El 10 de octubre de 1875, “La Estrella Solitaria” de Camagüey, publicó un artículo de Luis Victoriano Betancourt, que “a través de la Luz de Yara, con un espíritu patriótico, reivindicaba la muerte en la hoguera del indio dominicano Hatuey. Apareció, al fin, la señal del sacrificio. Hatuey se arrojó intrépido a las llamas devoradoras (…) Desde entonces, una luz tenue y misteriosa, desprendida de la inmensa hoguera, vagó errante por las noches sobre aquellas dilatadas llanuras, velando el sueño de los que aún dormían en servidumbre, y esperando la hora de la iluminación eterna y de eterna venganza. Aquella luz era el alma de Hatuey. Era la Luz de Yara”.

En su novela cubana histórica, “La luz de Yara”, Barcelona, 1895, Francisco Calcagno aportaba que “la misteriosa luz, traía consigo alguna calamidad que achacarle; el chiquitín muerto de indigestión o del sapillo, el novio que se llamó andana y se casó con otra, el traidor cachazudo que devoró el tabaco, la neblina matinal que achicharró las recién sembradas coles, el buey que sucumbió de gangrena, el toro que se pasmó al prepararse para buey, y sobretodo el animal o el desgraciado montero que desapareció sin que se volviera a saber de él (…) Es sin duda la luz de Yara, un fuego fatuo producido por las emanaciones miasmáticas de los pantanos y substancias orgánicas en descomposición que abundan en aquella comarca”.

Hatuey fue en canoa desde La Hispaniola a Cuba a decirle a sus parientes lo malos que eran los españoles (Foto: Alfonso Quiñones)

Y el insigne intelectual arropaba la aparición dándole un carácter científico “de esa corrupción de las ciénagas, de ese fango negruzco de las furnias y tembladeras, de esas inmundicias del babiney, brota un gas deletéreo, un fosfuro o sulfuro de hidrógeno, emanación morbosa de seres que vivieron, que se suspende y flota en el aire, que se inflama espontáneamente y da un fulgor tenue, invisible a la luz del sol, pero visible en la obscuridad, sobre todo a cierta distancia”.

“Tal es el origen de la luz de Yara y de sabe Dios cuantas otras luces del otro mundo, que han sembrado pavor en el nuestro. Aparecía tenue, azulosa, y se paseaba, dicen, ondulante e intermitente y sin elevarse mucho por entre los mangles de la ciénaga. Suponen los campesinos que sea el alma de Hatuey que vaga en demanda de desagravio, como que por aquellos contornos ardió la hoguera en que se castigó… su valor y patriotismo”.

“A veces y con cierta periodicidad aparecen varias luces, y entonces presumen ser los Santos Óleos que llevaba el Canónigo Puebla, acompañante del Obispo, los cuales se derramaron cuando el atentado del corsario Gilberto Girón”.

Aclaro que no creo en ella, pero también en honor a la verdad, en las zonas donde dicen que en la actualidad aparece, no hay ciénaga, ni pantanos, ni tembladeras sino puras sabanas cubiertas de guijarros y malezas, y uno que otro arroyuelo, me imagino que de ser fuego fatuo, entonces las apariciones de esa luz en la ciénaga de Zapata, sería enorme y se observaría a cualquier distancia.

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