Flores silvestres (Foto de la autora)

Ella, experta en perdedores, imán de vagabundos y pervertidos, ángel de la guarda de parias, perros callejeros y desertores, está a punto de responder al bebedor de bourbón cuando lo ve, y en un segundo manda a callar a Calamaro -a quién se le ocurre, es lo que se pregunta cada vez-, a los pezones de la Molina -a quién coño se le puedo ocurrir, se pregunta siempre-, y a la mano de naipes de su abuela, que han comenzado a vociferar que es ése, ése, ése.

Ya se acerca, ya está ahí, ya la alcanza; y su canto de bardo alcoholizado le sabe a ella tan pobre como el del desdichado puhuy, porque ella no nació para anotar tragos sino para hacer palomitas con su lápiz rojo, y sabe que él sabe que es así, pero sabe también que luego, cuando la mano de él dibuje obscenidades bajo su falda, cuando se cierre sobre su garganta al compás de la nevada, será ella la que caiga en falta.

Y apenas puede esperar.

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