Ilustración: Ota Janecěc

Sentadas en el muro de la chimenea, ella y yo. La una bebiendo apenas, hablando despacio, fumando insaciablemente, poniendo una y otra vez en su lugar un rizo que se escapa de la coleta; la otra asiéndose a la copa de Prosecco, toda melena y silencio.

Escucho mientras me cuenta que durante el verano, después del accidente, aprendió a odiarlo, pero ahora que los pedazos de su húmero han comenzado a juntarse, ahora que ella otra vez puede salir sin preocupaciones, ahora que al fin tiene el trabajo que añoraba, ahora que está siempre rodeada de gente muy joven y espontánea que la hace reír, todo irá mejor.

Escucho y me vuelvo a mirarlo, sentado en el sofá, apoyando en la mesa su cojera, conversando animado. Y veo a la Desgracia, parada detrás de él, que se pone un dedo sobre la media sonrisa mientras me hace un guiño cómplice.

Y he pensado que, además de todo lo que sugería Cave, un ramito de granizo y ortigas sería apropiado.

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