Rosas a la ventana (Fuente externa)

Despierto inmediatamente. El teléfono marca 03:20 am, y detrás hay un mensaje de mi padre: «Ha muerto Paco Espinosa.»

La cabaña está en paz, y llueve suavemente sobre el mar; sin embargo, algo ocurre. Con el corazón desbocado, empapada en sudor, escucho: hay alguien afuera, junto a mi ventana, entre las rosas; puedo oír sus pasos en la arena, su respiración entrecortada.

Me levanto con todo el cuidado y aguzo el oído; ahí está de nuevo, no hay duda alguna. Hay que hacer algo, decido, y sé perfectamente que no hay mucho que una mujer pequeñita y asustada y vestida apenas con una camiseta que para más inri es de Nirvana, maldita sea, pueda hacer para ahuyentar a un bandido, pero igual hay que hacer algo. Así que me encomiendo al Espíritu Santo, respiro profundo, me llevo la mano al pecho y carraspeo.

Carraspeo alto, autoritariamente una, dos veces, y vuelvo a escuchar. El ruido sigue ahí, imperturbable, y ahora sí que la raza me puede porque este señor, además de un bellaco, es un maleducado: todo el mundo sabe que un carraspeo no se ignora.

Así que tomo impulso, abro la ventana de par en par, y me encuentro a las rosas en plena orgía con la manta de aluminio que ha de protegerlas durante el invierno, y de la cual sobresale un pedazo que el viento agita en toda dirección.

«¡Son ustedes unas descocadas!,» le he dicho a las rosas. «Para la próxima, más discreción, carajo, que hay vecinos que duermen.» Y ellas me han mirado de arriba a abajo, y han abierto la boca para ripostar pero yo las conozco, así que cierro la ventana en su cara y me arrebujo entre almohadas.

«Menos mal», pienso antes de dormirme. «Pobre Paco Espinosa», pienso también. «¡Qué putas, las rosas!», pienso aún, y creo que la lluvia está de acuerdo, pues aplaude.

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