Despierto inmediatamente. El teléfono marca 03:20 am, y detrás hay un mensaje de mi padre: «Ha muerto Paco Espinosa.»
La cabaña está en paz, y llueve suavemente sobre el mar; sin embargo, algo ocurre. Con el corazón desbocado, empapada en sudor, escucho: hay alguien afuera, junto a mi ventana, entre las rosas; puedo oír sus pasos en la arena, su respiración entrecortada.
Me levanto con todo el cuidado y aguzo el oído; ahí está de nuevo, no hay duda alguna. Hay que hacer algo, decido, y sé perfectamente que no hay mucho que una mujer pequeñita y asustada y vestida apenas con una camiseta que para más inri es de Nirvana, maldita sea, pueda hacer para ahuyentar a un bandido, pero igual hay que hacer algo. Así que me encomiendo al Espíritu Santo, respiro profundo, me llevo la mano al pecho y carraspeo.
Carraspeo alto, autoritariamente una, dos veces, y vuelvo a escuchar. El ruido sigue ahí, imperturbable, y ahora sí que la raza me puede porque este señor, además de un bellaco, es un maleducado: todo el mundo sabe que un carraspeo no se ignora.
Así que tomo impulso, abro la ventana de par en par, y me encuentro a las rosas en plena orgía con la manta de aluminio que ha de protegerlas durante el invierno, y de la cual sobresale un pedazo que el viento agita en toda dirección.
«¡Son ustedes unas descocadas!,» le he dicho a las rosas. «Para la próxima, más discreción, carajo, que hay vecinos que duermen.» Y ellas me han mirado de arriba a abajo, y han abierto la boca para ripostar pero yo las conozco, así que cierro la ventana en su cara y me arrebujo entre almohadas.
«Menos mal», pienso antes de dormirme. «Pobre Paco Espinosa», pienso también. «¡Qué putas, las rosas!», pienso aún, y creo que la lluvia está de acuerdo, pues aplaude.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.