Sobrevolando la ciudad (Marc Chagall)

Gavin. Se llamaba Gavin el caballero inglés que una vez me encontré en la estación de trenes de Manzanillo, de camino a Santiago de Cuba.

Nuestra relación comenzó con la sonrisa que le dediqué al ver que, único entre todos los presentes, no pateaba y ahuyentaba a un pobre perro callejero que por allí rondaba, sino que lo palmeaba con ternura.

Terminal de ferrocarril de Manzanillo, Cuba (Fuente externa)

Ya en el tren y bajo la mirada de mi madre, que me acompañaba, conversamos en el inglés del que yo recién me graduaba de una y mil cosas, entre el traqueteo del vagón y el calor bochornoso del verano. Su trabajo, el libro que escribía sobre la geografía del oriente cubano, y mi pasión por la literatura y la pintura, fueron algunos de los temas.

«Si me das tu dirección te enviaré algunos libros que te gustarán», dijo él, y yo acepté. Cuando nos despedimos en Bayamo tenía yo la impresión de haber conocido a un hombre bieno. Supongo que la suya sería haberse topado con la chica más flaca de la historia.

La autora, a los 19 (Foto colección personal de la autora)

Meses más tarde llamó el cartero a mi puerta, con un sobre amarillo y abultado en la mano. Dentro había un libro con la obra completa de Marc Chagall, uno de mis pintores preferidos. La dedicatoria rezaba: «No pude enviarte el libro sobre Hemingway porque era muy pesado. Espero que te guste este. Saludos. Gavin»

Por ese entonces yo flotaba en la nube de un enamoramiento que duraría muchos años, y creo que fue esa distracción la que me hizo tirar el sobre sin siquiera anotar la dirección del remitente -cosa que a día de hoy no me perdono- de manera tal que el pobre hombre no recibió jamás siquiera una notita de agradecimiento.

Así pues, Gavin, donde quiera que estés, sirva este post de disculpa. Gracias mil y una veces, desde el fondo de mi ex-flaco corazón, veinte años después. Y que sepas que eres un recuerdo muy, muy lindo.

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