Lechón en púa, una tradición cubana en proceso de extinción (Fuente externa)

Ésta va para los míos.

Para mis abuelos, que lucharon a capa y espada por mantener sus tradiciones y hacían de la Nochebuena un espectáculo. Para mis padres, que los secundaron, y a pesar de las presiones y el acoso ponían lo mejor de sí para que el espectáculo fuera de altura.

Para mi hermana, compañera de juegos y peleas, que componía conmigo el duo «Las Supertestigos», y conmigo iba desde el patio hasta la cocina en incontables viajes para repartir traguitos y saladitos y llevar mensajes entre los mayores.

Para mi hermano, que no sabe de esos tiempos porque cuando tuvo edad para recordarlos el hecho de invitar a treinta personas para una cena se había convertido en una utopía.

Para aquel arbolito hecho de un arbusto de «espino» que íbamos a cortar a la finca y adornabamos con lo que quedaba de las bolas y los bombillitos de antaño, y era nuestro orgullo, porque resplandecía y los vecinos hacían cola para verlo de cerca.

Para mis tías y primas, las grandes ausentes, quienes mandaban postales de colores brillantes que también iban a parar al arbolito, y que celebraron sus fiestas cada año tan lejos de nosotros y a la vez tan cerca, porque seguían en el recuerdo de todos.

Para Angelito Ferrales, el capatáz de siempre, encargado invariable de asar el puerco, y para su turba de negritos que revoloteaban alrededor de la casa grande, esperando llevar su parte.

Para todos aquellos invitados que no daban un palo al agua a la hora de trabajar, que comían como un padre cura y además pedían raciones extras para llevar a los que se habían quedado en casa, pero en cambio eran tan amables y alegres, tan de llenar la casa de bromas y partidas de dominó.

Va, en fin, para nosotros, los que fuimos, vivos o muertos, lejanos o cercanos.

Feliz navidad.

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