Ernest Hemingway, sonriente (Fuente externa)

«¿Dónde se esconden los Ernestos?», ha preguntado ella, y yo me he encogido de copa y de hombros.

¿Dónde, en efecto? ¿Qué fue de aquella raza de hombres altos de manos como prados y pechos como almohadas? ¿De los hombres con que las niñas substituían a sus padres? ¿De los hombres que no golpeaban jamás después de haber sonado la campana?

De los hombres que usaban camisetas blancas debajo de la camisa, tenían enemigos jurados desde el tercer grado, lucían dos o tres cicatrices inexplicadas en el cuerpo, no necesitaban abridores para las conservas, sabían silbar, podían leer en voz alta, arreglar una silla y hacer callar al perro, y además cambiar el centro de gravedad de tu cuerpo al primer impacto, ¿qué ha sido?

¿Se extinguieron bajo el peso del dedo feminista, acusador y frustrado? ¿Murieron achicharrados, lamiendo una bombilla que no resultó ser la luna? ¿O andan aún por los rincones, añorando calores, amedrentados por la reinante tribu de princesos?

No lo sé. Lo único que tengo claro es que se extrañan, que hay cosas que sólo una barba (visible o no) puede solucionar. Así pues, Ernestos honestos, come out, come out, wherever you are: aún quedan Leopoldinas por enterrar.

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