Oslo de viernes. Oslo luminoso y húmedo de un otoño que tiene los días contados, como las dictaduras y los dientes de leche. Oslo de gente que camina muy rápido para que no se le contagie el amor.

El auditorio está lleno, pero amilanarse está prohibido. Como prudentes anguilas nos escurrimos y vamos a dar allí donde queremos estar. A partir de ahora para tocar el cielo sólo habrá que estirar la mano.

Comienza la música. Comienzan las bromas, los espasmos de las manos, los sorbos alternos al vaso de whisky y a la botellita de jarabe para la tos. Comienza la labor del mago del gorro, que para la ocasión va muy elegante con un traje que ha comprado hace dos días, por el costo de un mazo de zanahorias, en un pulguero vecino. La moda y sus tiranías. Y sus disidentes.

Me descubre en primerísima fila y me hace un guiño cómplice: no lo he defraudado.

«Babyland» se impone y con ella las risas, los hombros relajados. No hay nada tan sabroso en el mundo como una canción familiar y cómoda que permita desafinar a gusto. Los aplausos llueven, pero él saca un paraguas para dos. «Cuba, mi corazón», dice mirándome, y yo le respondo enviándole con la punta de los dedos un beso que él devuelve. Siento los ojos de todos en la espalda pero finjo no enterarme; basta con que me ardan las orejas.

Dos, tres, cuatro canciones a golpes de tragos e ironías risueñas, hasta que llega Sabina, la musa única del sobrero hongo, experta en el arte de caminar hacia un hombre. La boca se me llena de asombro cuando escucho que cambia su nombre por el mío en uno de los versos, y él lo sabe y sonríe. «Si saca otro conejo como éste, buen Dios, tendré que llevármelo a casa», pienso.

Ya se va. Tiene sesenta años y una gripe que le ha tomado cariño. Pero antes, una última canción, la del estribo. Los otros quieren canciones largas y dinámicas. «Fisk i en skål», le pido yo, y a él se le ilumina el cansancio. «Mariana, tú sí que sabes», replica, y la canta sin esfuerzo, muy bajito, como si cantara para sí mismo. Sé, sí.

Sé aún cuando salgo de nuevo a la calle bañada de una escarcha que ya es de sábado. Sé más de camino a casa, y para cuando me meto en la cama sé tanto que estallo en sueños inmediatos y blancos. Dentro de unas horas amanecerá, y en la almohada habrá restos de rimmel y sonrisas.

 

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