Mis tíos Roberto Wong (Chichí), Elma y mi papá, en el balcón de la casa paterna, que tampoco existe, Manzanillo mediados de los 90.

Me llamo igual que él. Era trabajador, honesto, trabajador, honesto y trabajador, honesto. Así que yo no podía ser de otro modo. Creo que eso fue lo mejor que heredé de èl.

Lo admiraba mucho y nunca se lo dije. Fue tan bueno haciendo lo suyo, que se ganó el tìtulo de Héroe del Trabajo y le dieron un viaje a él y a mi mamá a la desaparecida República Democrática Alemana. Hoy no existen ni ellos dos, ni ese país, ni tampoco el mío, sino en la memoria.

Recuerdo vehementemente la mañana en que lo llevé a ver mi mamá interna en el Servicio de Psiquiatría del Hospital Hermanos Ameijeiras de La Habana, con un cuadro severo de depresión. La doctora Marlene Vera, con quien había iniciado una relación que a la postre la convirtió en la madre de mi hijo Alfonsito, nos dijo: «Esto no es el debut de una enfermedad psiquiátrica como esquizofrenia o algo así, es el debut de una enfermedad orgánica grave, tipo tumor, cáncer».

«Yo no estoy preparado para esto», dijo cabizbajo, meneando la cabeza como quien no puede concebir algo así. «Yo no estoy preparado para esto», repitió después de suspirar profundamente y tomar una bocanada de aire. Recuerdo que le hablé duro. Lo reprendí y le dije que tenia que ser fuerte, etc.

Mi padre acababa de llegar de Manzanillo, a unos 800 kilómetros de la capital; había tomado una semana de vacaciones de su trabajo como chofer de un camión Zil 130 soviético, donde él y Tite Martin, su mejor amigo y compadre, compartían la risa, el humo de los cigarrillos, y el olor de las montañas por donde pasaban la vida repartiendo tabacos, fósforos, café, cigarrillos, haciendo competencia en bromas de quién se iba a morir primero. Era probablemente lunes. Durante esos días estuvo todo el tiempo cerca de mi mamá.

El jueves en la mañana a mi padre se le hizo el examen de fuerza que se le realiza a los cardiópatas. Tenía problemas en la coronaria. Luego del examen Marlene le dijo que le iba dar pase a mi mamá durante todo el fin de semana. Así que nos fuimos con ellos hasta la casa de mi prima Ileana, desde las 9:00 de la mañana y a eso de las 6:00 de la tarde los dejamos allí. Mi prima Ileana y su esposo Pipo , así como mis tíos (ya fallecidos Tata y Machín) se mantuvieron bromeando con ellos hasta que se fueron a dormir como a las doce de la noche.

A las 3:00 de la madrugada alguien tocó la puerta de mi casa. Era un amigo y mi tía Tata. «¿Qué pasó?», les dije, sabiendo que era algo grave. «¿Mami?», insistí -la enferma era ella. «No mi hijo -dijo mi tía que me adoraba como si me hubiese parido-, fue tu papi, que le dio un infarto durmiendo». «¿Pero está vivo?». «Lo perdimos», dijo.

La próxima imagen que recuerdo es en un cuarto oscuro, sin bombillas, de una policlínica barrial, en una camilla fría está el cadáver de mi padre en un short que utilizaba para dormir, y el torso desnudo, sin zapatos. Yo conversé con él, lloré de impotencia frente a la muerte, le besé la frente helada. Le dije que lo adoraba, que era mi ídolo. O no sé si lo digo ahora desde entonces todo el tiempo.

En la alta noche mi mamá se había levantado para ir al baño, y lo había tocado y notó que no respondía, vio que se había orinado en la cama, y trató de despertarlo. Estaba muerto.

La odisea de llevar su cadáver a Manzanillo fue a través de un avión que dejó la caja que acompañaba mi tío Machìn, en Holguin, una provincia cercana. Ese día no había vuelos a Manzanillo. Así que la verdadera epopeya fue llevar el cadáver hasta la ciudad en el Golfo del Guacanayabo. Mientras tanto nosotros avanzábamos metidos en un Lada rojo que yo manejaba raudo por la autopista nacional y la carretera central, con mi tía, mi mamá y mi tío Papi, creo que Laura mi prima también iba con nosotros.

Cuando llegamos a Manzanillo ya estaba en la funeraria de la ciudad, donde antes quedaba la librería más importante, adonde me gustaba entrar para encantarme con los libros. Casi siempre salía con uno. Al día siguiente, salí con mi padre hacia el cementerio. Era el 27 de septiembre de 1997. Había fallecido en la madrugada del 26 de septiembre. Tenía 62 años.

Mis padres, jóvenes, en el yate y pesca de Manzanillo (Cuba), al rededor de 1962-1963

 

El 9 de mayo de 1998, el Día de las Madres, enterramos a mi mamá. El cáncer se la había llevado. Tenía 60 años. Apenas pasaron ocho meses entre uno y otro.

Pocos meses después -¿o fue un año después?- también partió Tite por un cáncer en los pulmones, si mal no recuerdo. Mi padre había ganado la «competencia». Ese fue otro que no superó la partida de su mejor amigo. Ya no tenía con quien jugar dominó o parchís, darse un trago de ron Pinilla y hacer aquellos tostones que nunca he vuelto a comer alguno así.

Estoy convencido de esto: Dios me puso en el camino a Marlene para que yo pudiera sobrevivir ambas pérdidas, porque después comprendí que quien no estaba preparado para eso era yo.

Yo había hecho la primera comunión en la iglesia de la Purísima Concepción de Manzanillo cuando tenía más o menos 9 años. Iba a la iglesia a catequesis haciendo zig zag en las calles, para que no me vieran entrar a ella. Marcarse en la Cuba de entonces era que te tildaran de algo muy grave: pequeño burgués. Ser religioso, creer en Dios no era de confianza para la Revolución. Y eso me traería que no pudiera estudiar lo que quisiera. Así que entraba por la puerta trasera de la iglesia. Hasta que tomé la comunión y me gané un libro que cambió mi vida: La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Becher Stowe, que fue el que a la postre me convirtió en escritor. Luego me olvidé De Dios o lo llevé muy guardado durante los años que pasé becado en las escuelas en el campo y en la Union Soviética. Fue la muerte de mis padres me devolvió a la fe.

A ambos les he escrito poemas. Es de lo mejorcito que sé hacer. Pero sobre todo cada día en la mañana, cuando oro, son los primeros que menciono pidiendo luz y gloria para ellos. Después mis abuelos, mis tíos, mis bisabuelas, mis primos, una tía abuela, mis amigos. Ahora que tengo la edad en que murió mi madre pido siempre a Dios que me dé salud y larga vida.

Hoy mi padre cumpliría, cumple, 85 años. Su recuerdo y su ejemplo siguen vivos en mí. Me gustaría llegar a los 85 años, y más allá, lúcido, saludable y fuerte. Trabajando y con honestidad, trabajando y con honestidad, trabajando y con honestidad.

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