SD. «Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto», dice el arranque de la novela Moby Dick.

Mi primera experiencia con la novela de Herman Melville fue cinematográfica, en el Teatro Manzanillo, en el sudeste de Cuba. Era una matinée a mediados de los 60, en aquella versión de 1956, escrita por Ray Bradbury y John Houston, dirigida por éste último, y con Gregory Peck en el protagónico. Después di en la Biblioteca Municipal con el libro en español.

Anoche regresó de pronto, la ballena blanca, inmensa, y aquel hombre atado con cuerdas de sus arpones al enorme animal con el cual había sellado su destino. Con la impactante narración de Ismael, en primera persona, en la voz de Marcos, en una biblioteca, en un plano secuencia aéreo, comienza la película El amor menos pensado, primer largometraje del director Juan Vera, con Ricardo Darín (Marcos) y Mercedes Morán (Ana) en los protagónicos. Darín tiene crédito también de productor del filme.

Si San Sebastián arrancó con esta comedia, ¿por qué no hacerlo el Festival Internacional de Cine de Fine Arts dominicano?

Ahora bien, con semejante arranque hubiese esperado una historia más apegada al estado de ánimo y a la huella de Ismael en la primera página. Pero eso es no más que un arranque. Dos veces los protagonistas por separado, hacen un entrenamiento con el público que ve la película. Uno lo hace Darín cuando acaba de leer la página y mira a la cámara y dice que eso fue lo que les pasó, más o menos. Otro lo hace Morán, una buena actriz, cuando die al espectador: «Y así, con naturalidad, ingresamos al maravilloso mundo de los recién separados».

Marco y Ana sufren el síndrome del nido vacío. El hijo de 20 años, al cual han criado para que sea un espíritu libre y seguro, se ha ido a estudiar a España. La pareja sufre una crisis existencial, pero sin ataques de belleza. Es la más inteligente y plácida escena de rompimiento que pueda verse en el cine, algo que pocas veces se da en la realidad.

Cada uno comienza a buscar el amor perdido en otros seres y en otras situaciones, dejando aflorar de vez en cuando una ironía siempre para aplaudir y un regusto a literatura bien digerida que florece por momentos. Memorable la escena en la perfumería, y el personaje del perfumero en Juan Minujín, y la de Marco y su padre, personificado por Norman Briski. Y como no, aquella donde el gran compositor argentino Chico Novarro, como novio de la mamá nonagenaria de Ana, las saca a bailar a las dos. Chico Novarro es autor de legendarios temas como Algo contigo, Amnesia, El porcentaje, Como (que canta Luis Miguel), Debut y despedida…

La película hace gala en dos o tres momentos de una composición de imagen realmente buena, con dos o tres instantes que le sirven al director de fotografía para decir este soy yo. La escena de Ana con blusa roja, sentada a la mesa, en el apartamento pintado de rojo, es una de ellas.

Esta es una película bien hecha, pero no grande, sin grandes alaridos. Es buena y punto. Y argentina. Nos obliga a reír y a reflexionar. A la vez que estamos viendo una historia que corrobora que el amor menos pensado… ese es el que es.

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