Siempre que escuchaba o leía el nombre de Juan Marsé, quien acaba de morir en Barcelona a los 87 años, pensaba en Teresa. No en la suya, en la mía. No recuerdo si fue Emelicio Vasquez o Alex Pausídez, o tal vez Yoel Mesa, quien me puso en las manos -en el Manzanillo remoto que solo existe en Facebook y en la memoria-, el ejemplar de la novela. ¿O acaso fui yo, que era un ratón de biblioteca, y entraba a ver y comprar libros, cada vez que pasaba por la librería, que con el paso de los años se convirtió en la funeraria donde velaríamos los restos de mi padre primero y de mi madre después? Tal vez me llamó la atención el nombre incluido en el título: Teresa, que enseguida me remitió a la niña que me gustaba por aquellos tiempos de adolescente.

Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, fue una de las primeras novelas de mi adolescencia. Siempre me pareció que las dos primeras líneas sobraban, por innecesariamente explicativas y pretendidamente ‘situacional’. Aún así, el arranque es excelente, sobre todo por lo cinematográfico.

Primera edición de Ultimas tardes con Teresa, de Juan Marsé (Fuente externa)

«Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive.

La noche del 23 de junio de 1956, verbena de San Juan, el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio vestido con un flamante traje de verano color canela; bajó caminando por la carretera del Carmelo hasta la plaza Sanllehy, saltó sobre la primera motocicleta que vio estacionada y que ofrecía ciertas garantías de impunidad (no para robarla, esta vez, sino simplemente para servirse de ella y abandonarla cuando ya no la necesitara) y se lanzó a toda velocidad por las calles hacia Montjuich. Su intención, esa noche, era ir al Pueblo Español, a tuya verbena acudían extranjeras, pero a mitad de camino cambió repentinamente de idea y se dirigió hacia la barriada de San Gervasio. Con el motor en ralentí, respirando la fragante noche de junio cargada de vagas promesas, recorrió las calles desiertas, flanqueadas de verjas y jardines, hasta que decidió abandonar la motocicleta y fumar un cigarrillo recostado en el guardabarros de un formidable coche sport parado frente a una torre. En el metal rutilante se reflejó su rostro —melancólico y adusto, de mirada grave, de piel cetrina—, sobre un firmamento de luces deslizantes, mientras la suave música de un fox acariciaba su imaginación: frente a él, en un jardín particular adornado con farolillos y guirnaldas de papel, se celebraba una verbena».

Parecía un excelente primer acto de una película, que al final hizo Gonzalo Herralde en 1983 y se estrenó al año siguiente con Maribel Martín y Angel Alcázar en los protagónicos y con el propio Juan Marsé, Ramón de España y Gonzalo Herralde como guionistas.

La primer escena no es, sin embargo el poderoso primer párrafo, sino el Pijoaparte que se está dando un muy superficial aseo, echándose agua en la cara, el pelo y debajo de los brazos. Pero no es solo eso, se pierde absolutamente ese primer párrafo que es brillantemente escrito para cine (aunque esa no haya sido la intención inicial del autor) y con él algunas características del protagonista que van a tener que ir dando a lo largo del filme para hacerlo creíble.

Fotograma de la película de Gonzalo Herralde Ultimas tardes con Teresa (1984) (Captura de pantalla)

Casi a los cinco minutos del filme es que integra un detalle menor de la novela, cuando el Pijoaparte tropieza con el hombro en el bar con alguien y se disculpa mientras el otro joven dice que no es nada, porque el Pijoaparte que es pobre y tiguere y obrero, se ha colado en una fiesta de la alta sociedad en la que se han obviado detalles preciosos como el modo en que van vestidos los personajes y el vestuario de este pícaro ladronzuelo de motos, autos y cualquier medio que le permita ir a donde quiera para luego abandonarlo. El detalle del bar es menor y nada aporta a la psicología del personaje, a lo mas aportarle algo de seguridad en un medio que no es el suyo.

Ese primer acto de 10 minutos desaprovechados es como llaman en Colombia, un despropósito, porque -insisto- una novela tan cinematográfica no había porqué reinventarla. En el mismo tiempo, y con los mismos recursos, se hubiese logrado un arranque mucho más espectacular donde las informaciones sobre los personajes fuesen más eficientes e impactantes, por lo cual quedó como resultado un primer acto de cierto devaneo y poca información psicológica del personaje principal.

De las mejores cosas del filme me gustaría salvar (quizás con algo de espíritu arqueológico) la música de Josep María Bargadi, una banda sonora enriquecida con música de moda de aquellos tiempos. Ese primer acto concluye con «La Conga de Jalisco», tema cuyo nombre original es «La Conga de Jaruco», compuesta por el primer trompeta (y guitarra cuando hacía falta) de la primera orquesta show latinoamericana, los Lecuona Cuban Boys, Ernesto Vásquez, quien la compuso encontrándose en La Haya (Holanda) el 24 de diciembre de 1935, dedicada a la Ciudad Condal San Juan de Jaruco, cuna del compositor.

Juan Marsé con su gato, en Barcelona (Fuente externa)

Juan Marsé escribió un prólogo a su novela para una edición diez años después de su edición príncipe, que le valiera el Premio Biblioteca Breve de 1966 donde afirmaba «La novela ha pasado a ocupar el rincón menos sobresaltado de mi conciencia y allí fulgura suavemente, igual que un paisaje entrañable de la infancia».

Imagino que probablemente no haya tenido la misma opinión de la película, que ha envejecido mal y en la que por cierto hace un cameo. En una de las primeras escenas del segundo acto, el Pijoaparte -que con el tiempo y las horas nalga de su creador se convirtió en uno de los personajes más poderosos no solo de su obra, sino de la literatura española del siglo XX-, y su amigo, están robando una moto en la entrada de una discoteca. El personaje mira fijo a los ojos del portero que está acodado sobre una pequeña valla a la entrada del sitio. Ese portero es Juan Marsé jovencísimo, mirando fijo al personaje creado por él. Magia que solo es posible cuando la literatura llega al cine.

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