Manuel de Zequeira y Arango (1769-1805), el poeta cubano del siglo XVIII, dibujó para siempre y cantó de manera definitiva las esencias de la fruta tropical, para muchos reina de las frutas: la piña. En su Oda a la piña, Zequeira canta en el tono del clasicismo más rancio, entre otras bellezas:

«Es su presencia honor de los jardines,
Y obelisco rural que se levanta
En el florido templo de Amaltea,
Para ilustrar sus aras.

Los olorosos jugos de las flores,
Las esencias, los bálsamos de Arabia,
Y todos los aromas, la Natura
Congela en sus entrañas…»

Las entrañas de la pintura de Patricia Reid contienen más de lo que muestra, y su imagen es de por sí exuberante, frondosa, fecunda, por instantes aromática, como «un obelisco rural que se levanta».

Trópico imaginario, la exposición de Patricia Reid que ocupa la galería de Casa de Teatro, en ocasión del 45 aniversario de esa institución, es de algún modo un recuerdo de ese diálogo entre la piña y la poesía, entre el grabado y la pintura, entre lo barroco caribeño y lo postpostmoderno.

Rasgos de lo naif, del expresionismo y del fauvismo conviven en pinceladas sobre los lienzos donde persisten superpuestos elementos de diferente naturaleza. Mariposas y margaritas que parecen recortadas en un collage de cuidadosa realización. En otra pared un maravilloso tríptico de palmas reales con distintos grados de exuberancia y de policromías, que proyectan estados de ánimo diferentes. Búcaros de desbordada floración. Jardines donde estallan el verde y el rojo. Vegetación verticalísima y polícroma que de tan vertical recuerda el fondo marino. O esas dos sillas rojas con hojas y una luna enorme como una visitación, mas una silla real al pie, o en otro momento una tinaja de verdad. Anécdotas que se cuentan en las noches donde la tranquilidad es rasgada por algún insecto o animalillo que no está, que no aparece y ni siquiera se insinúa.

Pinturas unas más lineales que otras, texturas de rica moldeadura al tacto, donde el volumen se logra con trasfondos fríos, y un ritmo que recuerda la tambora desbocada de algún merengue típico, en una realización más que cuidadosa, meticulosa.

Los lienzos de Patricia Reid, montados en formatos varios, hablan de un profesionalismo de árdua práctica, y de una concentración intelectual disciplinada, sobre todo por los que parece ser conciencia de una era donde diariamente desaparecen cientos de metros cuadrados de vegetación en el mundo y el cambio climático es una realidad. Así que su Trópico imaginario es a la vez memoria, metáfora de lo que fue, vivero de recuerdos.

En una de las obras el sol y la luna son vecinos. En una tupida arboleda de troncos blancos, que recuerdan a los abedules, danzan al pie varias figuras nativas, en trajes nativos y los torsos desnudos. Figuras que he visto en algún lado y que recuerdan litografías o gráficas de Landaluze, Federico Miahle o Jonathan Jenkins, o la famosa ilustración de Bernard Picart, fechada en 1722 y que representa a indios chichimecas danzando, y cuyo parecido con las personas que danzan en el cuadro de Patricia Reid es claro. Aunque no es ese el grabado o litografía que he visto y que me lo recuerda aun mucho más.

Litografía de los indios chichimecas en danzas tribales (Autor Bernard Picart, 1722, detalle, cortesía Alamy)

De cualquier manera los de Reid van con tocados áureos en la cabeza y penachos de las piñas. De aquellas mismas piñas que cantara Manuel de Zequeira y Arango:

«Coronada de flor la primavera,
El rico otoño, y las benignas auras
En mil trinados y festivos coros
Su mérito proclaman.

Todos los dones, las delicias todas
Que la natura en sus talleres labra,
En el meloso néctar de la piña
Se ven recopiladas».

Fragmento de la obra en cuestión, de Patricia Reid
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