Captura de imagen de la película Gladiator (2000)

Ejercer la crítica es un acto de responsabilidad absoluta. Publicar una crítica sin firma es un acto de terrorismo periodístico con pasamontañas. He observado en un medio digital algo que me ha dejado pasmado, una crítica con la que podría estar de acuerdo, pero que al final cuando busqué el nombre del autor, sencillamente no estaba.

Esconderse detrás del anonimato deja muy mal parado el ejercicio de la crítica. La obra de arte no está completa hasta que llega al público y es refrendada por la crítica especializada.

«En la crítica seré valiente, severo y absolutamente justo con amigos y enemigos. Nada cambiará este propósito», escribió Edgar Allan Poe. Esa frase debería convertirse en un mantra para quienes quieren practicar el ejercicio de la evaluación, que debe estar refrendada sobre todo por la objetividad, aunque casi siempre la subjetividad saque la cabecita burlona desde algún rincón.

Los críticos somos esos seres deleznables que le avinagramos la vida a quien no es artista y por tanto no está preparado para el enjuiciamiento de su obra. Los verdaderos artistas deben esperar la crítica como se espera una bendición, porque una crítica favorable puede dejarte colocado para siempre en un sitio de la posteridad, mientras una crítica negativa, recibida con madurez y humildad puede convertirse en una lección de vida que te haga crecer y convertir en mejor artista.

Cuando ejerzo la crítica siempre pienso que puedo no tener la razón, que mi verdad no es absoluta. Y lo hago con total franqueza. Tratando de sopesar los elementos positivos y los que desde mi punto de vista son negativos, trato de comparar, de valorar, de informar y de ser ameno. Tener un estilo propio es muy importante para comunicar la crítica. Esta disección es un acto de respeto profundo hacia la creación y hacia el artista, aunque el primer impacto no sea visto de esta manera por parte del criticado.

Una obra de arte es o no es. No valen el tiempo, los esfuerzos, la cantidad de dinero, los recursos gastados en ellos, ni la cantidad de personas que se beneficien de su creación. El arte es el resultado, no el proceso. Es el final, no el comienzo ni la mitad de su creación.

Decía Montesquieu que «El hombre de talento es naturalmente inclinado a la crítica, porque ve más cosas que los otros hombres y las ve mejor». Quizás no tuviese razón del todo, pero se lee con gracia.

El critico no tiene una bola de cristal y no puede adivinar el futuro, pero sí puede apuntar a cómo podrá ser percibida una obra dentro de unos años y por qué.

La preparación académica es necesaria. No se puede criticar sin cultura. La voz del crítico tiene que ser respetada, y solo lo logrará cuando defienda su punto de vista hasta las últimas consecuencias, basado no en lo personal sino en lo meramente artístico.

Un crítico de arte, literatura y música norteamericano del siglo XIX y principios del XX, James Gibbons Huneker decía que «El critico es un hombre que espera milagros». El primero de ellos es que después de la adrenalina, el artista criticado agradezca que alguien tomó tiempo de su vida para decir que su creación tiene tales defectos y tales virtudes, o tales defectos sin virtudes pero que valió la pena intentarlo.

La crítica, en fin, es aprendizaje, tanto para el artista como para el crítico. Ese proceso fue detectado por Victor Hugo con agudeza: «Ser discutido, es ser percibido».

En el siglo de los likes, una obra maestra que no los reciba es condenada al vituperio y el olvido. En este mundo de la ignorancia, el rol de la valoración ha involucionado, como en la Roma de la antigüedad presentada en las películas (exactamente no era así) donde los que iban a morir saludaban al emperador sabiendo que sus vidas dependían también de un «like», dado con el dedo pulgar de una mano -hacia arriba o hacia abajo-, gesto con el que el emperador (las redes sociales de hoy) definía la vida o la muerte del gladiador.

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