Especial de Leo Silverio, para Nota Clave
¡Me confieso más cinéfilo que cineasta! Desde pequeño estoy asistiendo al cine, soñando a través del chorro de luz, que refractado en la pantalla, se convierte en imágenes y sonido que te trasladan a una dimensión maravillosa, a otro mundo. Era el año 1972, y mi madre había casado en segundas nupcias; resultó que mi padrastro era apasionado (luego supe de la palabra cinéfilo) con el cine. A la menor oportunidad, me invitaba a que fuéramos al cine a ver una película, regularmente mexicana, de charros que luchaban por la justicia de la tierra o por el amor de una mujer como María Félix.
Disfrutábamos de los corridos en las voces de Jorge Negrete, Antonio Aguilar, Pedro Infante, Amalia Mendoza… y las canciones melancólicas de Cuco Sánchez y Agustín Lara, mientras veíamos “Juan sin miedo”, “La ley de monte”, “María Candelaria”, “El peñón de las ánimas”… y un sinnúmero de cintas cinematográficas. Todo este universo tapatío reafirmaba nuestra hombría al estilo del “macho mexicano”.
Todavía recuerdo el rostro pétreo de Manuel –El Indio- Fernández. El luchador Santo, El enmascarado de plata, quien se hizo famoso luchando contra los malvados. “El Santo contra las momias de Guanajuato”, “El Santo contra el Dr. Muerte”… “Blue Demon y El Santo contra La Llorona”, eran títulos clásicos que nadie quería perderse. ¡Las colas eran interminables!
Por supuesto, que los comediantes eran otro capítulo aparte: Viruta y Capulina, Resortes, Tin Tan, Clavillazo… y el más grande de todos, el inmortal Cantiflas.
Las películas norteamericanas de acción, de guerra, como solíamos llamarle, eran de las favoritas; mientras más muertos y disparos, mejor. “Los comandos de Garrison”, “Los cañones de Navarone”, “El puente sobre el río Kwai…” Un filme donde no moría nadie era un “clavo”, era una película que no recomendábamos a nadie.
Las aventuras del Capitán América, Tarzán y Superman eran franquicias que todos esperamos en las carteleras. Lo mismo con Boris Karloff y Christopher Lee (Drácula), que se repartían las taquillas del género de terror. El cine de Cassavetes, Nichols, Altman o Forman nunca llegaron para estas salas. Solo mucho tiempo después nos enteramos de su existencia.
En esa época surgió el “western espagueti” o las vaqueradas realizadas en Italia (que después nos enteraríamos que se rodaban en Desierto de Tabernas, Almería, España). Los directores italianos le dieron una nueva dimensión a un género que se hacía agotado en Estados Unidos. Ellos decidieron no tomarse tan en serio la trama, dándole toques de humor, poniendo a los personajes en ridículo, y sobre todo, hiperbolizando la realidad con muchos disparos y muchos muertos. ¡El revólver del cowboy bueno tenía balas para matar veinte adversarios, y aún le quedaban varias cápsulas!
“El bueno, el malo y el feo”, “Por un puñado de dólares”, “Django contra Sartana”, “Busca tu ataúd, reza y muere”… Esos filmes fueron el renacer de Clint Eastwood, Eli Wallach, Lee van Clef. Este western condimentado con salsa pomodoro lanzó a la fama a Bud Spencer y Terence Hill, quienes hicieron de los filmes de vaqueros un espectáculo de puños y acrobacias llenos de gracia.
Más tarde se pondrían de moda las películas chinas, de karate. El cuasi perfecto Bruce Lee estimuló a que muchos chicos se inscribieran en escuelas de artes marciales, a utilizar zapatillas chinas y manejar los nunchaku. Hong Kong se puso en boga entre nosotros, aunque nadie tenía claro la situación de la provincia más inglesa de la China comunista.
Mi padrastro, más bien mi padre, porque hasta ahora lo asumo como tal, era un hombre noble, juguetón y amante del cine. Eran momentos difíciles en la República Dominicana, estábamos en el gobierno de los doce años de Joaquín Balaguer, y se vivían tiempos violentos. Los aparatos represores del gobierno, los grupos paramilitares de los partidos de izquierda, la banda colora; y todos ellos contra la población.
Luego intuí, mucho tiempo después, que mi padre se refugiaba en el cine para calmar toda la tensión que se respiraba por ese entonces. Mi papá era sargento del Ejército Nacional, guardia, como solía decirse. Pertenecía al CEFA, que a la sazón dirigía el coronel Elías Wessin y Wessin.
Mi padre tenía un amigo que era guardia también, de menor rango que él, raso o algo así. Nunca supe su nombre, pues todo el mundo le llamaba “Parampampán”. Este personaje no sabía leer, pero le gustaba mucho el cine, y cuando íbamos a ver películas norteamericanas con subtítulos en inglés, mi papá le ayudaba leyéndole en voz baja; cuando mi padre se quedaba callado, Parampampán reclamaba: “Tulio, dame letra… que no estoy entendiendo nada”. Hoy recuerdo a Parampampán con gracia y nostalgia.
En mi barrio, San Lorenzo de Los Mina, había dos salas de proyección: el cine Ana y el cine Duarte, tiempo después llegaron otros como el Naty y el Alma. El cinema Ana era descubierto en su platea, con un segundo nivel y asientos de hierro, estilo bancos de parque de la época, tres hileras corridas del duro metal con capacidad hasta para 12 personas, con dos pasillos en medio para transitar.
Justo en la pantalla, había una ágora o escenario donde las chicas y chicos, en época de matiné, correteaban, me mostraban, y en algunos casos, se organizaban concursos de bailes con premios en especies que pagaba la administración del cine: Chulitos (bollitos de yuca), friquitaquis (pan con mortadela, tomate y repollo), barquillas, helados y entradas al cine. El baile del aro o Ula-ula era la moda del momento.
El cine Duarte era techado y sus asientos individuales, más cómodo, y por supuesto, más cara la taquilla. Sin embargo, y como cosa extraña, para nosotros, el cine Ana tenía más atractivo, tenía más libertad. Además, de que se había hecho famoso el grupo de los Monos, constituido por doce hermanos, que en base a ser una caterva, imponían su autoridad, ocupando los asientos más cómodos de la sala, aun cuando estuvieran ocupados.
El cine Ana tenía un personaje que se apostaba cerca de la entrada de la sala: Kiropa, un negro alto, fuerte y con sentido de autoridad. Él, Kiropa, te pedía una moneda blanca (cinco centavos o cheles, como se le llamaba entonces), para brindarte protección. Tú sentías que tenía un matón o guardaespaldas a tu favor. En tiempos difíciles se conformaba con dos o tres centavos, par de cobres o negritos.
Recuerdo una anécdota en que dos muchachos se metieron en pleitos y ambos llamaron a Kiropa, pues uno y otro habían pagado por su protección; Kiropa se vio en un impase y dijo: “Barajen ese pleito, que no estoy en eso hoy”.
El cine siempre ha sido una diversión sana y barata. Las salas cinematográficas eran un universo mágico. El matiné costaba diez centavos la entrada, mi madre me daba veinticinco centavos todos los domingos, yo era rico y poderoso con esa cantidad de dinero. Me sobraban quince centavos para comprar chulitos, friquitaquis, barquillas, mabís, helados y aún con todo el gasto, me quedaban seis y siete centavos para la merienda de la escuela.
A veces tenía tanta suerte, que compraba una barquilla, hacía girar una ruleta por la compra de la barquilla, la marca caía sobre el indio, y me ganaba otra. Las golosinas eran los chicles, los cacaítos o rompemuelas, los chocoleches, las cocalecas de arroz, los bolones, las paletas, las mentas de frutas y los pilones… todos a dos y hasta tres por centavos. ¡Yo era el dueño del mundo con los bolsillos llenos de dulces!
Mientras llegaba la hora de la proyección de la película, surgió un negocio nuevo: “Los paquitos”. Se compraban, vendían e intercambiaban las historietas que iban desde Flash Gordon hasta El hombre araña; desde El pato Donald hasta El llanero solitario. Esta actividad desarrollaba la habilidad del negocio y permitía hacer muchos amigos. Cada domingo íbamos con nuestro paquete de paquitos a proponerlos como el gran producto de la bolsa de valores del barrio.
¡Gratos recuerdos de mi infancia, los cines Ana y Duarte, los llevaré en mi corazón hasta el final de mis días! (Continuará)
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