Toni Morrison ha muerto a los 88 años de edad. Fue la primera escritora afroamericana en ganar un Premio Nobel de Literatura, ocurrió en 1993, cuando apenas tenía seis libros publicados.
Su nombre real sonaba a personaje de novela: Chloe Ardelia Wofford; pero ella quería ser escritora, no personaje, así que se lo cambió.
El No. 2245 de la Elyria Avenue en Lorain, Ohio, es una casa de dos pisos rodeada de casas que podrían parecer clonadas. Toni Morrison nació en esa pequeña ciudad industrial a 25 millas al oeste de Cleveland, que la mayoría de los habitantes de la ciudad considerarían «allá afuera». El aire allí recuerda el lago Erie y la hierba recién segada. Desde ese epicentro natal a dos millas, se encuentra Broadway, donde hay un edificio marrón. Este es el edificio que Morrison imaginó cuando describió la casa de la condenada familia Breedlove en su primera novela, «The Bluest Eye»: «Hay un almacén abandonado en la esquina sudeste de Broadway y la calle Treinta y cinco, en Lorain, Ohio. No se confunde con el cielo plomizo que le sirve de fondo ni armoniza con el marco de casas grises y negros postes telefónicos que lo rodea. Más bien se introduce solapadamente en la visión del transeúnte de una forma que es a un tiempo irritante y deprimente. Los forasteros que llegan a esta pequeña población en coche se preguntan por qué el almacén no habrá sido derribado, mientras que los peatones, que suelen residir en el vecindario, simplemente miran hacia otra parte cuando pasan por delante de él».
En esas casas a las cuales puebla de personajes y sucesos y amores y desastres tal vez definitivos, Toni Morrison les aplica una dinámica de incidentes humanos que convierten sus descripciones en algo único en el universo. Por ejemplo en «Sula»: «En otro tiempo, en aquel lugar donde arrancaron de raíz las matas de beleño y de zarzamora para hacerle sitio al campo de golf de Medallion City, había un barrio. Ocupaba las colinas, por encima de la ciudad de Medallion —construida en el valle—, y se extendía hasta el río. Ahora, el lugar recibe el nombre de barrio residencial pero, cuando vivían allí los negros, lo llamaban el Fondo. Un camino sombreado de hayas, robles, arces y castaños lo unía al valle. Ahora las hayas han desaparecido, y también los perales a los que trepaban los niños para lanzar gritos entre los capullos de su copa a las gentes que pasaban. Se han asignado generosas partidas para el derribo de las destartaladas y descoloridas construcciones que se apiñan a lo largo de todo el camino que conduce de Medallion hasta el campo de golf. Demolerán el salón de billar del Uno y Medio, donde en otro tiempo pies calzados con puntiagudos zapatos de ante se inclinaban hacia el suelo apoyados en los barrotes de las sillas. Una bola de acero reducirá a polvo el Palacio de la Cosmetología de Irene, donde las mujeres reclinaban la cabeza sobre las bandejas de los lavacabezas y dormitaban mientras Irene les untaba el pelo con Nu Nile. Hombres con monos caqui desmantelarán los talones del Asador de Reba donde la propietaria cocinaba, tocada con su sombrero, porque sólo así conseguía recordar los ingredientes».
Los arranques de las novelas son los encargados de convencer a los lectores de que deben continuar mar adentro.
«El agente de la Mutualidad de Seguros de Vida de Carolina del Norte prometió volar desde el hospital de la Misericordia hasta la orilla opuesta del lago Superior a las tres en punto. Dos días antes de que tuviera lugar el acontecimiento, clavó una nota en la puerta de su casita amarilla: «A las tres de la tarde del miércoles 18 de febrero de 1931, despegaré del hospital de la Misericordia y volaré con mis propias alas. Por favor, perdonadme. Os quise a todos. Robert Smith, agente de seguros», narra en el primer párrafo de «La canción de Salomón».
En «La Isla de los Caballeros» impacta de este modo: «Pensó que ya nada podía pasarle. Se apoyó en la barandilla del H. M. S. Stor Konigsgaarten, inhalando grandes bocanadas de aire, contemplando el puerto mientras el corazón le latía lleno de dulce anticipación. La ciudad de Queen of France se ruborizó un poco bajo la luz cada vez más pálida y entornó los párpados ante su mirada. Siete blancos, femeninos yates se balanceaban en el puerto, pero aproximadamente a una milla de distancia, siguiendo la corriente, se alzaba un muelle abandonado. Con premeditada despreocupación descendió al camarote que compartía con los demás —todos habían bajado a tierra de permiso—, y puesto que no tenía nada que recoger —ningún álbum de sellos, ni una hoja de afeitar ni la llave de ninguna parte— se limitó a tensar la manta introduciendo bien las puntas bajo el colchón de su litera. Se quitó los zapatos y anudó los cordones de cada uno a las trabillas de la cintura de sus pantalones. Luego, después de mirar pausadamente a su alrededor, se adentró en el pasillo y regresó a la cubierta superior. Pasó una pierna por encima de la barandilla, vaciló un instante y consideró la posibilidad de tirarse de cabeza, pero luego, confiando más en la información que podían darle sus pies que en la de sus manos, cambió de parecer y simplemente saltó del barco».
Quizás su novela más leída «Beloved», inicia de este modo: «En el 124 había un maleficio: todo el veneno de un bebé.
Las mujeres de la casa lo sabían, y también los niños. Durante años, todos aguantaron la malquerencia, cada uno a su manera, pero en 1873 Sethe y su hija Denver eran las únicas víctimas. Baby Suggs —la abuela— había muerto; los hijos, Howard y Buglar, se largaron al cumplir los trece años… en cuanto bastó con mirar un espejo para que se hiciera trizas (ésta fue la señal para Buglar), en cuanto aparecieron en el pastel dos huellas de manos diminutas (ésta lo fue para Howard). Ninguno de los dos esperó a ver más: ni otra olla llena de garbanzos humeando en el suelo, ni las migajas de galleta esparcidas en línea recta junto al umbral. Tampoco aguardaron la llegada de otro período de alivio: las semanas, incluso meses, en que no había perturbaciones. No. Cada uno de ellos huyó al instante… en cuanto la casa profirió el único insulto que para ellos no debía soportarse ni presenciarse por segunda vez. En el plazo de dos meses y en pleno invierno dejaron solas a su abuela, Baby Suggs, a Sethe, su madre, y a su hermanita Denver en la casa agrisada de Bluestone Road. Entonces la casa no tenía número, porque Cincinnati no se prolongaba tan lejos. De hecho, sólo hacía setenta años que Ohio se atribuía el nombre de «estado» cuando primero un hermano, y luego el otro, rellenó con trozos de acolchado su sombrero, agarró sus zapatos y escapó a la rastra de la ojeriza activa que le prodigaba la casa».
En el Prefacio de «Paraíso», nos introduce con este párrafo: «La historia es la siguiente: mi abuelo fue al colegio un solo día en toda su vida para decirle al maestro que no volvería porque tenía que trabajar. Su hermana mayor, dijo, le enseñaría a leer. Era uno de los detalles que aparecían en el relato de la historia de la familia, pero no tardé mucho en preguntarme dónde podría encontrarse ese «colegio». Mi abuelo había nacido en 1864, un año después de la Proclamación de Emancipación.[1] A mediados del siglo XIX, en la Alabama rural, ¿dónde podría estar situada esa escuela? ¿En el sótano de una iglesia? ¿Bajo los árboles de un bosque? ¿Quién podría ser ese maestro tan osado? El lugar tendría que estar oculto porque se ponían trabas, incluso violentas, a la educación de los negros en general y a la enseñanza de la lectura en particular, y en gran parte del sur había sido ilegal enseñar a leer a los afroamericanos. La ley de Virginia de 1831 resulta representativa y reveladora: «Cualquier persona blanca que reúna a los negros libres para enseñarles a leer o a escribir será objeto de una multa de hasta cincuenta dólares y podrá ser encarcelada por un período inferior a los dos meses». «Por lo cual, se promulga que si un blanco, a cambio de una cantidad de dinero, congrega a esclavos para enseñarles a leer o a escribir, será multado por cada uno de los delitos a discreción de la justicia…» con una cantidad comprendida entre los diez y los cien dólares. En definitiva, no era posible enseñar sin castigo a los negros, libres o esclavos, pagando o sin pagar. Sin duda, cualquier maestro o maestra conocía los riesgos que corría».
Mientras tanto, en «Amor», escribe el primer párrafo de este modo: «El día que ella recorrió las calles de Silk, un molesto viento moderaba la temperatura y el sol era incapaz de elevar el mercurio de los termómetros al aire libre más que unos pocos grados sobre cero. En la orilla se habían formado placas de hielo y, tierra adentro, las casas apiñadas de la calle Monarch gemían como cachorros. La capa de hielo relucía, y luego, con las primeras sombras del atardecer, desapareció e hizo que las aceras por las que ella caminaba dificultaran el paso de una persona ágil, y no digamos de una que cojeaba un poco. Con semejante tiempo, debería haber inclinado la cabeza y cerrado los ojos hasta reducirlos a un par de ranuras, pero, como era forastera, miraba cada casa con los ojos muy abiertos, buscando la dirección correspondiente a la del anuncio: calle Monarch, número uno. Finalmente, torció por el sendero de acceso a la casa de Sandler Gibbons, quien estaba junto a la puerta del garaje, rasgando la costura de un saco de sal para disolver el hielo. Él recuerda el crujido de los tacones de la mujer en el suelo de hormigón mientras se acercaba; el ángulo de su cadera cuando se detuvo allí, el melón del sol a sus espaldas, la luz del garaje en el rostro. Recuerda lo placentera que era su voz cuando ella le preguntó cómo se iba a la casa de unas mujeres a las que él conocía de toda la vida.
En Una bendición lo hace de esta manera: «No temas. Mi relato no puede hacerte daño a pesar de lo que he hecho y te prometo que yaceré tranquilamente en la oscuridad, tal vez llorando o en ocasiones viendo una vez más la sangre, pero nunca volveré a estirar mis extremidades para levantarme y enseñar los dientes. Te lo explico. Si quieres, puedes considerar lo que te cuento como una confesión, pero llena de curiosidades habituales solo en los sueños y en esos momentos en los que el vapor de una tetera adopta la forma del perfil de un perro. O cuando un muñeco de farfolla sentado en un estante aparece de pronto despachurrado en un rincón de la sala y el malévolo motivo por el que está ahí resulta evidente. Cosas más extrañas suceden continuamente en todas partes».
«Volver» establece: «Respirar. Cómo hacerlo para que nadie se diera cuenta de que estaba despierto. Fingir un ronquido profundo y regular, relajar el labio inferior. Y lo más importante: no mover los párpados, que el corazón lata con regularidad y las manos se queden flojas. A las dos de la madrugada, cuando entraran a comprobar si necesitaba otra dosis inmovilizante, verían al paciente de la habitación 17 de la segunda planta sumido en un sueño de morfina. Si quedaban convencidos, tal vez evitasen la inyección y le quitaran las correas, así sus manos podrían disfrutar de la sangre».
Por último, en La noche de los niños, su última novela, publicada en el año 2015 apenas, deja establecido:
«No es culpa mía. A mí no pueden acusarme. Yo no hice nada y no tengo ni idea de cómo pasó. Una hora después de que me la sacaran de entre las piernas ya me había dado cuenta de que había un problema. Un problema grave. Era tan negra que me asustó. Un negro del color de la medianoche, un negro sudanés».
Desde la primera a la última de sus novelas, la narrativa de Toni Morrison dibuja el paisaje social, moral y psicológico del pueblo afroamericano. Dueña de un denso entretejido social, y de una narrativa compleja con fuerte presencia velada de la poesía, la prosa de Toni Morrison nos ha legado una riqueza metafórica deslumbrante, y el vigoroso referencial mítico que asciende como savia desde el subsuelo étnico.
Alfonso Quiñones (Cuba, 1959). Periodista, poeta, culturólogo, productor de cine y del programa de TV Confabulaciones. Productor y co-guionista del filme Dossier de ausencias (2020), productor, co-guionista y co-director de El Rey del Merengue (en producción, 2020).