Una de las más importantes películas de fines de la época soviética fue «Arrepentimiento» (Pokayanie, en ruso), del cineasta georgiano Tenguiz Abuladze. La película fue rodada en 1984 y ganó el Grand Prix del Jurado, el Premio de FIPRESCI y el Premio Ecuménico, en el Festival de Cannes de 1987.
La película es una metáfora del estalinismo, de los sufrimientos, las injusticias y los desmanes a que se vieron sometidos millones de personas en la Unión Soviética, sin razón alguna.
La idea del arrepentimiento no fue de Jrushchov como se ha dicho, al capitanear el mea culpa que lo puso al frente de la Unión Soviética en el Congreso del Partido Comunista de la URSS en 1953. Ya antes Stalin la había verbalizado en una reunión donde Jrushchov, sin embargo, hizo un silencio sepulcral. Así eran de doble moral aquellos «líderes» de la legiones de obreros y campesinos.
Josif Vizarronovich Stalin lo había dicho a fines de enero de 1947, en una reunión del Buró Político. A su alrededor todos hicieron silencio. Ese silencio sepulcral que inspiraban siempre las palabras del «Padrecito Stalin». Un esquema de «diálogo» que se repitió una y otra vez hasta el infinito, no solamente en la URSS y el campo socialista del este europeo, sino también en Cuba, en China… en Corea del Norte.
«Muchos han sufrido en vano…», dijo entonces Stalin.
“La guerra demostró que no había tantos enemigos internos en el país, como nos dijeron y como creímos. Muchos sufrieron en vano. La gente debería habernos echado por esto, dándonos patadas por el culo. Debemos arrepentirnos…», dijo el ‘diosito’ comunista en aquella reunión que conmocionó a todos los que lo rodeaban. Como si él no hubiese sido el culpable de todo.
Ese mes, Moscú estaba cumpliendo 800 años y se comenzaba la construcción de los rascacielos de Stalin, que aún hoy forman parte del paisaje moscovita.
Para ese entonces Kalinin había muerto (su nombre lo llevó la más importante avenida moscovita durante muchos años). Miembros del Buró Político eran Zhdánov, Andréyev, Voroshílov, Kaganóvich, Málenkov, Mikoyán, Mólotov, Jrushchóv y el terrible Béria.
El primero en responder fue Andrei Zhdánov, uno de sus colaboradores más cercanos, en ese momento de hecho la segunda persona en la URSS. Y lo hizo probablemente instigado por el propio Stalin: «Nosotros, contrariamente a lo estipulado, no hemos convocado un congreso del partido desde hace mucho tiempo. Necesitamos hacer esto y discutir los problemas de nuestro desarrollo, nuestra historia…», sugirió.
Zhdanov no fue apoyado por todos, pero Stalin, probablemente agitando la mano con la pipa, lanzó a su compañero de armas: «¡El Partido…! ¡Qué partido ni partido…! Se convirtió en un coro de salmistas, en un destacamento de aleluyistas… ¡Se requiere un análisis preliminar profundo…!», dijo Stalin seguramente dando un puñetazo sobre la mesa, con mirada de águila y ese acento georgiano que nunca lo abandonó.
Los detalles de esta conversación ocurrida en el Kremlin se conocen gracias a las memorias de Yuri Zhdánov, el hijo de Andrei Zhdanov (1896-1948), quien falleciera un año después con apenas 52 años de edad.
Yuri era un jovencísimo empleado del Comité Central del partido y se comunicaba regularmente no solo con su propio padre, sino también con el «Padre de los Pueblos», como llamaban a Stalin. Pronto incluso se convertiría en un pariente cercano: se casó con la hija de Stalin. De modo que el testimonio es bastante autorizado y digno de confianza. Además, los documentos y materiales para el congreso planeado fueron preparados por el aparato de Zhdánov; lo cual indica de que fue a partir de estos materiales de Zhdánov, como atestiguan los archivos, que Nikita Jrushchov aprendería más tarde la notoria idea de construir el comunismo en una sola generación. O sea, sacrificios, más sacrificios, más sacrificios. Idea por demás adoptada por Fidel Castro cuando después de la nacionalización de los negocios privados en 1967, determinó hacer aquella costosa zafra de los Diez Millones de toneladas de azúcar en 1970, lo cual -aseguró- sacaría a Cuba del subdesarrollo y al día siguiente Cuba estaría en el comunismo. Esos sacrificios y sus consecuencias todavía hoy se siguen pagando.
A Zhdánov, por otra parte, se le debe la férrea defensa del realismo socialista, como método de creación y corriente estética que buscaba ser la representación artística del socialismo frente a los valores burgueses y reaccionarios.
Su código ideológico, conocido como zhdanovismo, dominó en gran medida la producción cultural de la Unión Soviética no hasta fines de la década del 50, como aseguran algunos, sino mientras duró la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Los grandes nombres de la represión
Zhdánov es famoso por sus ataques contra figuras como Dmitri Shostakóvich o Serguéi Eisenstein, pero bajo su hegemonía cultural muchos otros artistas, menos famosos, fueron descalificados o perseguidos. Persiguió a poetas y escritores como Anna Ajmátova, Ossip Mandelshtam, Nadezhda Mandelshtam, Marina Tsvetáeva, Boris Pasternak, Vladimir Mayakovski, Isaac Bábel, Andrei Platónov, Mijail Bulgákov, Boris Pilniak, el periodista Mijaíl Koltsov, o artistas como Kandinsky, Chagall, Malévich, Ródchenko, Klucis y Deineka, entre otros cientos.
Los desmanes, las torturas, los asesinatos, los campamentos de represión del Gulag en Siberia, habían comenzado muy temprano, y habían llegado hasta el asesinato de sus propios compañeros de la nomenclatura, que caían en desgracia. Kirov, por ejemplo, líder del Partido en San Petersburgo, fue el primero en caer asesinado.
El escritor Máximo Gorki, el autor de La Madre, Los bajos fondos y La casa de los Artomónov visitó en 1929 un campo de trabajos forzados, donde se deshizo en alabanzas «sobre la asombrosa energía de aquellos hombres». Un muchacho de catorce años le preguntó si quería que le contara «la verdad».
Gorki, ni corto ni perezoso contestó que sí y el adolescente le explicó durante hora y media cómo les obligaban a dormir en la nieve, entre otras terribles torturas.
El escritor hizo oídos sordos.
El adolescente fue asesinado poco después.
Los intelectuales soviéticos que se sumaron a la obediencia del poder de Stalin se dividieron en, al menos, tres tipos. Primero están los que colaboraban como verdugos o como siervos del poder, que a través de la denuncia, seguían la línea partidista contra aquellos mal llamados «modernistas» o «progresistas» del arte que se oponían a la idea del realismo socialista; lo hacían por oportunismo o por prebendas, ya fuesen por algún interés material o de estar en buenas con los poderosos o por ser sencillamente fieles seguidores ideológicos, convencidos de la superioridad de sus ideas. En segundo lugar, están los cómplices del silencio, cuya sola presencia avaló al régimen y sus políticas de persecución y represión. En tercer lugar está la conversión y adaptación de algunos intelectuales que por salvar su vida y su trabajo luego del rechazo, deciden rendir pleitesía al poder y al líder.
Ese mismo esquema sigue existiendo hoy día en otras geografías, en otras culturas.
La idea del arrepentimiento
La idea del «arrepentimiento» comenzó casi inmediatamente después del pico de las represiones: en 1938, después del cambio de la dirección máxima de la NKVD (Narodnyi Komizariat po Vnutrinnnij Diel, en ruso) Comisariado Popular de Asuntos Internos, que encabezaba el implacable Felix Dzerdzhinsyi, institución que pariría a la KGB (Komitet Gozudarstvennyi Viezapastnastyi) o Comité para la Seguridad del Estado.
El 22 de agosto 1938 Lavrentyi Beria fue nombrado primer comisario de asuntos internos de la URSS y, en septiembre, fue nombrado jefe de la administración de la NKVD. En 1939 fueron liberados 400 223 de los campamentos y 600 103 de las colonias.cMás de 12 mil oficiales fueron devueltos al ejército, tras haber sido aplastados por el implacable rodillo de la represión.
Pero todo pasó bajo la alfombra, precisamente con medidas administrativas que corrigieron silenciosamente los «excesos» anteriores. En ese momento no se expresaron conclusiones públicas, y mucho menos arrepentimiento o disculpa. Sin embargo, incluso una década después, en 1947, las palabras estalinistas lanzadas casualmente -«Debemos arrepentirnos…»- no llevaron a ninguna consecuencia pública abierta a la sociedad.
Stalin siguió siendo Stalin aún después de haber muerto. Su sombra implacable se convirtió en un vivo aunque socavado deseo de los máximos líderes comunistas del mundo.
La idea del Líder Máximo, del Gran Jefe, del Gran Timonel, del Comandante en Jefe, fueron la continuidad de la figura de Stalin, multiplicada en tres partidos comunistas, en otros países de otros continentes.
El stalinismo se reflejó no solamente en esas denominaciones de ‘desbordado’ amor de los pueblos hacia sus líderes, sino en el culto a la personalidad con todas sus consabidas consecuencias, los excesos, la falta de democracia y de libertades y la represión a artistas y creadores, como parte de la represión mayor a los pueblos.
Andrei Zhdánov, quien se ocupó de preparar los materiales y documentos del congreso del partido, murió mucho antes de su inauguración. Y el siguiente foro principal del partido gobernante, el XIX Congreso, que tuvo lugar en el otoño de 1952, transcurrió sin ningún arrepentimiento. Los cambios no fueron bruscos, a lo más bajaron los grandes bustos y estatuas de Stalin de los pedestales; el partido cambió de nombre oficial. Dejó de ser el Partido Comunista de Toda la Unión (Bolcheviques) a Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS).
La más alta nomenclatura del partido realmente no quiso recordar el tema de la represión que los asustaba incluso a ellos.
Luego, en medio de la Guerra Fría, el enfrentamiento político e ideológico con Occidente, sirvió de marco propicio para echar a un lado el arrepentimiento por debajo de la mesa. Adiós arrepentimiento. Hasta que llegó Gorbachov… y fue demasiado tarde.
Alfonso Quiñones (Cuba, 1959). Periodista, poeta, culturólogo, productor de cine y del programa de TV Confabulaciones. Productor y co-guionista del filme Dossier de ausencias (2020), productor, co-guionista y co-director de El Rey del Merengue (en producción, 2020).