Nitza vive en un frasco, entre estrellas de anís, palos de canela y balines de nuez moscada. Cada vez que lo abro sale, con su pecho de paloma y sus ojos clarísimos, su placidez de arroz con pollo y su dicción suave de pequeño burguesa.
Nitza me ve bailar entre marmitas. No le molesta mi semidesnudez detrás del delantal, ni regaña si meto los dedos en la salsa para saber si está bien de sal. Tampoco creo que le importe si la copa de vino se vacía más rápido de lo que habíamos planeado, o si aprovecho la cebolla rebanada para llorar otras lágrimas.
Nitza no le teme a los aviones, ni a las latas difíciles de abrir, ni a los mazos de perejil que amenazan desmayar. Para Nitza no existen la nieve o los atardeceres prematuros. En Nitza siempre es mediodía de un domingo antes de que lleguen los padrinos.
«Buñuelos», ha escrito en la pizarra de la cocina, y debajo hay dibujado un pájaro verde de petit-pois. Yo entiendo.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.