Muertas (Fuente externa)

«Me encanta tu nombre», ha dicho ella con una sonrisa enorme en su carita perfecta de ninfa eslava. «Cuando nos presentaron, le hablé de ti a mi marido; le conté de tu pelo, y de tu cara, y de lo bien que me habías caído…»

Siempre es así: una mujer bella no tiene reparos en reconocerle la belleza a otra, ni en alabársela. Los reparos son para las feas, a quienes la envidia les entumece la lengua y el corazón. Se lo había dicho a otra amiga, unos días antes, a raíz de otros sucesos, después de un par de copas, dedo sentencioso en alto.

«Sí, pero tú tienes miel de abejas para las mujeres», me contestó. «Si fueras lesbiana tendrías un harém de jevitas…»

Y nos echamos a reír, en parte por la idea y en parte por el argot barriobajero, que en su voz bien timbrada de profesora y muchacha bien suena hilarante, pero yo luego me he quedado pensando, porque es cierto.

He llegado a la misma conclusión muchas veces: si yo fuera realmente inteligente cambiaría de bando ahora que tengo público variado y de calidad tirando piedrecitas; después voy a estar queriendo sin tener con qué, como diría mi abuelita.

El problema es que, conociendo mis fobias y mis filias, si mañana me despertara con el pie izquierdo lo más probable es que pasara de largo ante la belleza y las curvas de estas festejantas y fuera directo a enamorarme hasta los huesos de la última giganta barbuda y tarabiscoteada que se le hubiera escapado al circo de la vida en una camioneta Ford del ’52, de color rojo bombero.

Y así no vale, ¿verdad, David Lynch?

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