Alicia tenía setenta años cuando la conocí, pero aparentaba al menos veinte más. Era frágil y encorvada, de color tórtola, y vivía en la parte trasera de la herrería, en una casa siempre en sombras que olía a hierbas.
Me gustaban su nombre y los tilos que ofrecía, y sus estampas de santos, y sus comadritas, por eso iba con mi abuela a visitarla; sentada en un banco mientras ellas conversaban a golpe de balance y penca, observaba la vida pasar por su patio pequeñito, rebosante de flores y plantas aromáticas, con una verja de hierro oxidado que daba al pozo en que se había ahogado el niño.
En el recuerdo se me quedaron sus violetas, la manzanilla que crecía feliz, los claveles y cajigales junto a las brujitas y las campanillas. La mejorana, la colonia y el orégano plantados en latas de carne rusa, la verbena con sus flores azules y espigadas: todo un mundo verde y sencillo que sonaba a libélula.
Me pregunto qué habrá sido del patio de Alicia y de su casa, del ramo de millo con la cruz de palma bendita tras la puerta, del eterno vaso con flores adornando el altarcito en una esquina de la sala. Me pregunto si sus nietos la recuerdan como yo o si ha pasado demasiado tiempo. Algún día les preguntaré, si me atrevo. Mientras tanto, sigo pensando en ella cuando veo los nomeolvides de mi jardín, mustios de lluvia, pero aún azules, aún vivos.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.