Si fuesen poniendo luces
en el camino, a medida
que el corazón se acobarda,
y los ángeles de la guarda
diesen señales de vida…
Joan Manuel Serrat
Ayer, al pasar por un corredor muy largo y muy limpio, lleno de sordas, blancas puertas cerradas, escuché sollozar a un anciano.
Lo he visto antes: sé que es óseo y grande, y que avanza muy despacio, metido en sus sandalias, y que se ajusta los pantalones al esternón y desde ayer, para mi desgracia, sé también que llora con un «ho, ho, ho, ho» hueco y amargo que nadie escucha, mucho menos consuela.
Me pesa ese llanto desde hace dieciocho horas. Me pesa la costumbre local que pone límites inmediatos a la ternura y me hace cobarde. Me pesa la conciencia plena de que hay miles, millones de viejos llorando soledades a diario, olvidados en algún cuarto de asilo, convertidos en sombras con voz.
Y no puedo remediarlo, y lo sé, pero saberlo no ayuda, porque hay días en que uno crece para que duela, como aquellos raspones sangrantes en las rodillas cuando te caías corriendo en el parque, pero al revés.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.