Edvard Munch escribió toda su vida. Diarios, bitácoras, artículos para periódicos, cartas de todo tipo: privadas y públicas, en estilos diferentes que iban desde la prosa poética hasta el ensayo, como si fuesen fragmentos de una obra. Memorias de su infancia, recuentos amorosos. Y, por supuesto, los pies de grabado de sus propios lienzos. Sin embargo, nunca un texto tan completo como «El gato blanco».
«Me lo regaló un amigo; lo trajo a mi atelier en una cesta. Era blanco y hermoso, y pensé que seríamos buenos camaradas. » Así de optimista comienza la narración, escrita en un período en que Munch vivía en París y pensaba que el gato sería una grata compañía. No podía estar más equivocado.
Si la relación de Munch con las mujeres era difícil, con el gato sería imposible. Su costumbre de defecar justo frente a la puerta de entrada, al comienzo, y luego en cualquier parte de la casa, va desarrollando en el artista una desesperación que no encuentra salida: la idea de patear al gato o embadurnar su hocico con sus propias miserias es tentadora, pero la moral se impone.
El día en que el gato decide defecar sobre un lienzo, el artista decide que no soporta más la situación. Está decidido a darle muerte, pero al mismo tiempo odia la idea pues «lo peor del mundo es un gato muerto». Así pues, lo entrega a un chicuelo de la calle, junto a unas monedas sueltas y una orden: llevarse al gato tan lejos como fuese posible, y que no se le viese nunca más.
Al día siguiente, aliviado, el artista sale a cenar a un café cercano, donde le sirven estofado de conejo. Desde una esquina del local lo observan, y él devuelve la mirada: allí está el chicuelo, con expresión trova. Y sobre el plato, en una espesa salsa de hierbas, el gato.
Este pequeño cuento, oscuro e inquietante, cumple a rajatabla los requisitos literarios: tiene pocos personajes, un tiempo relativamente corto, y después de un breve desarrollo hay un giro que desenlaza repentinamente y nos deja sorprendidos. Sin embargo, lo más interesante es que funciona como una ventana al alma de Munch, a sus interrogantes.
Nunca sabremos si el gato fue apenas un recurso para hacer un retrato psicológico de un pintor atormentado, o una vivencia propia, transformada en un relato oscuro. «No pinto lo que veo, sino lo que he visto», escribió Munch alguna vez, y es posible que ocurriese lo mismo con su prosa.
Sobre el cuaderno en que escribió «El gato blanco», Munch puso una etiqueta: «Sólo para mis ojos.» Luego la borró y substituyó por otra: «Para ser leído después de mi muerte, por hombres de pensamiento libre.» Más tarde, otra etiqueta: «Debe ser quemado.» Sin embargo, lo conservó, así como el resto de su correspondencia y cualquier escrito relevante.
Quizás «El gato blanco» no pueda compararse con el famoso relato «El gato negro» de Edgar Allan Poe, en el cual el gato sirve como catalizador de la total debacle de la pisquis de un hombre, pero es un cuento sorprendente, que bien vale la lectura.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.