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No hay nada tan peligroso en el mundo como alguien que se cree bueno.
A diferencia de quienes realmente lo son, esas raras aves de la filantropía cotidiana que le van de frente a entuertos de todo tipo, desde una guerra mundial hasta un perro abandonado; tan ocupadas en mejorar el mundo que no tienen tiempo de pensar en sí mismas, y mucho menos de cantar sus propias loas, aquel que se cree bueno es un impostor, un pobre diablo que va por la vida con dos o tres virtudes formando un floripondio que lleva en la solapa, haciendo alarde de la grandeza de su alma a cada paso.
Quien se cree bueno está siempre presto a las lágrimas, a la queja, al «good as I’ve been to you», pero es en realidad un manipulador, un chantajista emocional que no duda en difamar a cualquiera que no compre su farsa; un pillo a quien no suelen faltarle tontos útiles que hagan su trabajo sucio; por inficionamiento, en el caso de los tontos mansos, o por purgar culpas propias en pellejos ajenos, en el caso de los tontos malandros, que son mayoría.
Los que estamos plenamente conscientes de ser sarcásticos, escépticos, difíciles, egoístas, a veces francamente cabrones y en otras palabras un trago amargo para el prójimo, nos rompemos a menudo el labio a fuerza de callar y solemos tratar a la gente con celo: sabemos que llevamos botas recias, y cuidamos de no pisar más fuerte de lo necesario.
No siempre lo logramos, claro; quienes se creen buenos son ellos mismos todo un callo protuberante y deforme, apuntando con su molesta presencia a las botas pasajeras que insisten en evitarlos, porque precisamente esta es su razón de existir y la definición de su naturaleza: se puede ser un desgraciado y al mismo tiempo un perfecto hijo de puta.
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Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.