La lluvia ha llegado para quedarse. Viene de Rusia, como la compotas, o de Francia, como las trenzas de las muchachas, dicen, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. O no tienen ganas de enterarse.
El olor dulzón de las lilas cuelga sobre la ciudad. Una quietud empapada se impone. Los pequeños bistrós no sacan sus sillas. Los niños no saltan en sus trampolines. Sólo el olor de las lilas y los jazmines, y una llovizna pertinaz que amenaza abrirse de piernas mientras los buenos hombres y mujeres pasan presurosos, con la cabeza gacha, esquivando charcos, infelices dentro de sus chubasqueros, recordando con nostalgia los días del verano pasado en que, rosados y semidesnudos, encomendaban sus almas al olor del tocino quemado mientras sus hijos se revolcaban en el pasto, cual terneros plácidos.
Por estos días, una mujer que sale al jardín a tomarse un café mientras comprueba que las prímulas fueron masacradas durante la noche; una mujer que planea una marmita; una mujer que se retuerce de gusto y desnudez debajo del edredón mientras afuera hay relámpagos y truenos y gatos pidiendo dueña, se convierte en una especie de rebelde. Un mártir del agua. Un ser sacrificado que soporta las miradas oblicuas de sus conciudadanos, y carga la cruz del parte meteorológico sin desfallecer. Tanto así, que sus palabras para el primer rayo de sol que se atreva serán: «Lo que haz de hacer, hazlo pronto.»
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Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.