Los que me conocen saben de mi entusiasmo por los idiomas. Así pues, el inglés me es tan natural a la boca como el noruego, mientras que el italiano y el francés me alcanzan para una conversación decente, una copa después. Sin embargo, el castellano me sigue pareciendo el idioma más rico, el más lleno de retruécanos deliciosos, el más ducho en verónicas de la lengua.
Hace un par de años, en Granada, mi hijo se empeñó en probar una naranja de las que crecían, doradas y redondas, en todos los árboles subiendo la cuesta de El Albaicín. Ofrecimos comprarle las que vendían en cualquier frutería, pero estaba decidido: quería aquellas y no otras.
Entró refunfuñando a «Los Arrayanes», el restaurante marroquí que adoro; en esas seguía cuando el mozo, oscuro y luminoso desde sus ojos verdes, se acercó a tomar la orden. Preguntó qué le pasaba al niño, tan serio detrás de su teléfono, y cuando le conté se volvió hacia él con una ternura enorme y una piedra de amor en la sintaxis, y dijo la frase que recordaré siempre:
-Niño, esas naranjas son amargadas.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.