Lo dije hace un par de días: yo no necesito ir por la vida proclamando mi cubanía. La llevo dentro, con los valores que heredé de mis mayores; no tengo que hacer alarde de ella. Y he tenido la gran suerte de vivir en un país bello y abierto donde las diferencias se respetan y, en mi caso, se celebran.
En mi grupo de amigos -amigos reales, de carne y hueso; amigos con voz y olores propios; amigos que dejan prendas en tu casa después de una fiesta, o te envían fotos tontas desde la cama para hacerte reír- hay personas de todos los colores, de todas las culturas, de todas la religiones o la falta de ellas. Sus vidas, sus recuerdos, sus experiencias son tan valiosas como las mías, y poder conocerlas de primera mano es un privilegio.
Aún así, cuando me levanto más Mariana que de costumbre, toca cocinar frijoles negros, comprar gardenias, reclamarle a los santos en voz alta, decirle al gato, que no entiende español:»¿Dónde estaba metido el señor esta vez, si se puede saber?», entalcarse dos veces al día y escuchar a Matamoros.
Uno pertenece a donde es feliz, partiendo de que las personas sean lugares. Lo demás son zarandajas.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.