Allá por mediados de mis extrañados noventa se estrenó en mi ciudad «Entrevista con el vampiro». Recuerdo que el Cine Popular estaba tan lleno que aún con el aire acondicionado al máximo hacía calor, pero no importaba porque aquellos dos chupasangre, con sus melenas rubias y sus ojos brillantes y su venas a flor de piel y sus ganas siempre ahí, a punto de ir más allá, valían eso y más: se abrían las compuertas del homoerotismo, y era un viaje sin retorno.
Cuando llegó la escena del casi beso entre Louis (Brad Pitt) y Armand (Antonio Banderas) las muchachas estábamos empapadas de sudor y expectación, reprimiendo palpitaciones aquí y allá. Fue entonces que se escuchó: «¡Vaya, vampira loca, al fin te van a dar lo que te gusta!» y los hombres, que hasta ese momento habían estado dobladitos dentro de su silencio machistaleninista, estallaron en una rechifla de alivio, y se mandó a parar la película, y se encendieron las luces, y la acomodadora dijo que parecía mentira, y que no continuaría la función hasta que no se terminara la indisciplina.
De alguna manera, aquello me pareció lógico. Y es que los vampiros no seducen por lo que son, sino por lo que pueden llegar a ser, a hacer. Por eso cuando una mujer le pregunta a un hombre si estaría dispuesto a ser vampiro en una que otra luna, o en todas las lunas que les toquen, la respuesta es sí, aunque no lo sea.
Pero no sólo vampiro, claro: si una mujer quiere un descubridor que la explore desde adentro se consigue uno gnomos revoltosos y una cantimplora y dice que sí; y si quiere un cosmonauta que reconozca sus cráteres y sus anillos se consigue uno una escafandra y dice que sí; y si quiere un doctor que la examine se consigue uno un estetoscopio, una espátula y una cajita con pastillas de violeta, y dice que sí, carajo.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.