La sangre llenando el cielo; el mar, negro como un pecado. Junto a la balaustrada de un puente, una figura pálida, con el rostro desfigurado por la angustia. «El grito» de Edvard Munch, en su desespero existencial, está más allá de cualquier tiempo.
Comenzó con un paseo inofensivo. «Caminaba por la calle con dos amigos, mientras el sol se ponía. Sentí una especie de desazón cuando el cielo enrojeció de repente; me detuve y me apoyé contra una verja, mirando el cielo ensangrentado. Miraba las nubes incendiadas sobre el fiordo negro y la ciudad. Mis amigos siguieron camino, pero yo me quedé allí, paralizado, lleno de ansiedad ante lo que me pareció un grito, el grito de la naturaleza.»
Así describió el propio Munch el paisaje que inspiraría su obra más icónica. Corría el año 1893. El año en que una pequeña bodega en Berlín se convirtió en el epicentro del arte en Europa del Norte. El año en que Munch pinta «Vampiro», «Madonna», «»Melancolía», «La chica y la muerte», «La tormenta». El año en que pinta «El grito».
Atormentado por sus conflictos internos y por la influencia de otros artistas nórdicos que llegaban a Cristiania con ganas de sacudir los cimientos del arte conservativo, Munch describió el paseo que le inspiró «El grito» una y otra vez. Bosquejó y pintó el paisaje de muchas distintas maneras; pero, ¿cómo plasmar un grito? ¿Cómo personificar lo abstracto sobre el lienzo? «Tribulación», que representa una figura masculina sobre un puente, observando el horizonte, era un precedente débil. No fue hasta que Munch desnudó el lienzo de detalles superfluos y sustituyó al humano por esa figura casi fetoide, sin edad o sexo definido, que grita acongojada, que se hizo la magia.
Creada en un período en el que Munch era visto con suspicacia por lo innovador de su arte, algo que mortificaba al pintor y lo hacía sentirse perseguido y malmirado en su país, «El grito» contiene una ansiedad tangible. El movimiento del cielo rojo, el oleaje oscuro del fiordo que lo rodea y lleva la mirada hasta el inquietante centro, resuena dentro del corazón; de alguna manera, todos somos esa mueca deforme, vociferando nuestro dolor.
«Como pintado por un loco», garabateó sobre el lienzo indefenso un visitante de la exposición que Munch hiciera en Dinamarca, en 1904, y quizás llevaba razón. Que Dios nos libre de la cordura.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.