«Con un cocuyo en la mano
y un gran tabaco en la boca,
un indio desde una roca
contempla el cielo cubano.
La noche, el monte y el llano
con su negro manto viste,
del viento al ligero embiste
tiemblan del monte las brumas
y susurran las yagrumas
mientras él suspira triste.»
Mi papá solía declamar esos versos de «El Cucalambé». Nunca pasaba de la segunda estrofa, y es comprensible, porque es un poema largo y enrevesado como un intestino, pero tampoco importaba. Lo mejor de escuchárselo era que la mención de Hatuey soltaba a mi abuela en historias de mambises sobre la luz de Yara, un resplandor verdoso que vaga por los campos de la región, saliendo al paso de los viajeros.
Según ella, la luminiscencia no era, ni mucho menos, fosforecencia emanando de los huesos de los muchos animales enterrados en esos potreros durante cinco siglos, e incluso de los restos de los mambises muertos en combate, como afirmaba mi padre, pragmático y burlón, sino el alma en pena de Yara, la amante de Hatuey, que se abrazó a él justo antes de que la pira ardiera. De su cuerpo en llamas, contaba mi abuela, salió la luz verde, melancólica y persistente, que aún asusta a los pobres yarenses.
Desde entonces, siempre que paso por Yara durante la noche espío el horizonte, con la esperanza de ver a la pobre india enamorada.
No sé si alguna vez mi familia comprenderá lo mucho que agradezco haber crecido escuchando leyendas como ésta. Sé que afuera llueve.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.