—Mi mamá sabe hacer pizza. Y tú, ¿qué sabes hacer?
La pregunta me toma por sorpresa. Es rubia, y lleva botas verdes, y un gorro demasiado grande que le cae sobre los ojos; algo, que por alguna razón adopta la voz de Nitza Villapol, me dice que lo que su madre sabe hacer es descongelar una pizza y ponerla a hornear, así que decido irme con una verónica:
—Oh, cosillas. Albóndigas, por ejemplo. ¿Te gustan las albóndigas?
—Si, y también las salchichas.
—Qué bien. ¿Y cómo te llamas?
—Tuva, y no tengo papá.
Este es el tipo de situación que me hace desear con todas mis fuerzas tener una máquina del tiempo. Si la tuviera, no habría salido a beberme la dichosa copa al jardín, mientras ellas se detenía para acariciar al gato. Ahora no me queda más remedio que decir algo.
—Bueno, a veces ocurre eso. Algunos no tienen papá, y otros no tienen mamá, como Pippi Mediaslargas. ¿Sabes quién es Pippi?
—Si— responde, mirándome muy fijo, sin saber a dónde quiero llegar.
—Bueno, pues Pippi no tenía mamá, sólo un papá que era capitán de barco y Rey de los Negros.
—¿Por qué no tenía mamá?
—Porque su mamá había muerto—digo, mordiéndome el labio inferior.
—Mi papá no ha muerto. Vive en otro país, con otra esposa y otra niña, pero yo no sé dónde porque no le importo…
Y es aquí que me callo, y la miro, y me mira, y sé que espera que diga algo más, o a lo mejor no, porque a la edad de siete años ya está acostumbrada a silencios sin explicaciones. Un minuto más tarde va a correr detrás del gato, chillando de entusiasmo, mientras yo regreso a mi libro. La copa ha de esperar a más tarde; a quién se le ocurre beber con el corazón lleno de agujeritos.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.