Uno de los recuerdos más vivos de mi infancia es escuchar a mi padre hablar de la guerra en el Escambray, y específicamente de Alberto Delgado, el hombre de Maisinicú.
Contaba la anécdota de su muerte a manos de Cheíto León y sus hombres, tal como se la había contado a él alguien que la presenció, con todos los detalles horribles.
Me veo a mí misma, tapándome los oídos a ver si aquel: «¡Ahora tú, pínchalo!» se desvanecía, se iba por una rendija sin tocarme. Nunca lo logré.
Con Hemingway supe de las violaciones de los falangistas, de los fusilamientos al amanecer, de las fosas comunes -ay, Lorca en el barranco. Y de los asesinatos de los republicanos, de su Paracuellos, de sus curas colgados. Con Curzio Malaparte llegaron los judíos clavados vivos a los árboles del bosque, con sus lamentos que parecían pájaros, y los perros mudos con sus lenguas cortadas.
Jorge Amado puso en boca del negro Fagundes las torturas a cuchillo en el sertón. Svetlana Alekséyevich me llenó la cabeza de tanques nazis persiguiendo y alcanzando bandadas de niños. También Svetlana, los campos de concentración stalinistas en la Siberia.
Ha sido un malestar autoinfligido, sí, pero también necesario. Taparme los oídos no funcionó de niña, y tampoco desde entonces, porque el horror está ahí, y no desaparece cerrando los ojos. Y me he dejado el corazón y las tripas en cada lectura, y he puesto a un lado muchas veces un libro para llorar de rabia y de pena, pero de todo ello he sacado siempre la misma conclusión: la violencia no conoce de izquierdas ni derechas, su naturaleza depende enteramente de quién la inflige y quién la sufre.
El Ché Gevara hablaba de los fusilamientos en La Cabaña como ajusticiamientos. «¿Había orden de asesinar al Ché?», le han preguntado a Gary Prado, oficial a cargo de la patrulla que le capturó. «De ejecutarlo, sí.» ha respondido él.
Un golpe no tiene esquinas, no tiene atenuantes, ni puntos suspensivos; un balazo no tiene peros, no tiene convicciones, no tiene moral. No para mí, porque para mí una persona capaz de justificar que una manifestación de estudiantes se disuelva a palos, de raciocinar la sangre brotando de una cabeza con un «nadie les manda a estar ahí», es capaz también de buscarle una arista de lógica a los cuerpos cayendo vivos al mar desde un avión militar.
Se puede estar a favor o en contra de una idea, de una palabra, de una acción: no se puede estar a favor de que esa idea y esa palabra y esa acción se silencien mediante la fuerza bruta. Así de simple, como el mar es simple.
Y lo digo a título personal, como digo todo siempre, sin evangelizar porque cada cual va por la vida como cree que debe, pero con todas sus letras, como siempre también. Yo no sé hacer el amor con el pelo corto, ni caminar descalza, ni tirar una costura derecha; tampoco sé hablar, y menos escribir, de otra manera que no sea desde las vísceras.
Hace unos días alguien me dijo que, leyéndome, se sentía como cuando descubrió que los juguetes no los traía el Niños Dios, sino el papá. Supongo que no será el único que lo sienta así; en ese caso, han ustedes de apretarse el cinto y el amor, queridos, o leerme desde el borde de la sábana. Eso también vale.
Es cubana. Desde hace más de dos décadas reside en Oslo, capital de Noruega. Hace una década ha vertido sus textos en el blog La Guardarraya de Siberia. Es profesora.