Por Julio Pernús
En ocasiones, mientras caminamos rumbo a la Iglesia por la calle Benigno Filomena de Rojas, cerca de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), nos llama la atención a mi esposa y a mí ver a mujeres y hombres que rebuscan en la basura cosas de comer.
Al ser extranjero en este país, (soy cubano) que ya de corazón considero mío, me asalta la pregunta sobre cuál es la grieta que descose nuestro tejido social y enfoca la miseria sobre personas que, imagino, vivían añorando una utopía distinta para sus vidas.
Luego, al tener que pagar 1550 pesos por una medicina que no cubre ningún seguro para la gastritis de mi mujer, me doy cuenta de que esa realidad puede estar a una enfermedad de alcanzarnos a nosotros también.
El término utopía proviene del griego ou topos, ningún lugar, en ninguna parte. Tomás Moro, fue quien dio su forma clásica al género literario de la utopía a partir de 1516, año en que publica su obra Utopía, y desde ese momento explota su estandarización en el campo del pensamiento.
El sueño dominicano es atravesado constantemente por un ambiente social lleno de alegría y paz, donde cada persona pueda vivir dignamente de su trabajo; pero la realidad de unos precios elevados que parecen no tener fin, dicen “¡tun tun, llegó el hambre!”” a la puerta de varias familias que viven contando sus chelitos día por día para llegar a fin de mes.
La violencia en cualquier sociedad es un fenómeno multidimensional que involucra diferentes factores: las condiciones socioeconómicas y políticas, el desempeño administrativo del Estado, el entorno sociocultural del individuo, los índices demográficos y los sistemas de control, justicia y rehabilitación social.
El deterioro social está vinculado a los ciclos económicos de un país donde la criminalidad aumenta de forma drástica según se profundizan los síntomas de la crisis. A su vez, una población más violenta genera un clima imprevisible y de inestabilidad que afecta tanto la inversión como la producción en el país.
Por eso, considero que prestar atención a los sectores más vulnerables de barrios como Jeringa, en San Cristóbal, o los Alcarrizos, por mencionar dos ejemplos, es darle un hit entre primera y segunda a la miseria que está en el box.
La utopía sueña, no se da en ninguna parte en el mundo real. Por eso, en Tomás Moro, el Estado Utopía se encuentra muy lejos, en una isla desconocida y apenas comunicada con el mundo. Las islas lejanas son los lugares predilectos de la literatura utópica.
Pero República Dominicana es un lugar privilegiado, lo dice un agradecido cubano que ha tenido en este país grandes oportunidades y ve ahora su futuro más allá de una perenne angustia existencial.
Aún así, escribo este artículo sabiendo que podemos hacer más y mejor las cosas, pues muchos no deseamos vivir en un etílico Alofoke Show toda nuestra vida.
La resurrección es un lenguaje que siempre ha sido más fácil de entender a los pobres, a esos que viven recogiendo basura en las calles o esperando que el salario les alcance para poder tratarse una enfermedad que los aqueja.
Los que poco tenemos siempre interpretamos con desconfianza la neolengua de la clase alta que pone platos de mariscos recaros como el calamar en su menú de mediatismo judicial.
La resurrección de los pobres debe portar como bandera el acceso a una educación de calidad para las nuevas generaciones. Es penoso ver el desespero de saber cómo los recursos cuantiosos destinados a reforzar sectores claves como la educación y la salud caen en un saco roto.
Una cosa tienen en común todas las utopías: la sociedad utópica no se da dentro del mundo que nosotros conocemos, o al menos no en este mundo todavía, se ubica en el futuro. Sin embargo, Jesús nos mostró con su vida que la resurrección es algo tangible, un principio donde los pobladores de Mucha Agua no dependan de la caridad de una empresa local que les extrae, sin miramientos ecológicos ni sociales desde hace años, sus mejores recursos minerales y les devuelve una limosna por su silencio.
La resurrección de los pobres debe llevar a que en las venideras elecciones elijan a quien mejor los represente y no solo a ese político que regala par de cuartos para que sobrevivan romiados un día de su vida.
Aunque pueden parecer dos frases distanciadas por la realidad, se hace cada día más presente el sentir de que la utopía dominicana depende, cada vez con más fuerza, de la resurrección (articulación) de los sectores pobres del país. En la película polaca Johnny, el P. Jan, su protagonista, al final de la trama tiene un buen consejo para cerrar esta reflexión: “No esperes más, empieza a vivir hoy, es mucho más tarde de lo que crees”.
José Rafael Sosa periodista dominicano, editor, gestor cultural y escritor de literatura de soporte existencial y emocional a la gente , origami y comunicación masiva.