Colaboración especial para Nota Clave, de Natasha Labzovskaya
El escritor y periodista ruso Dmitri Lijanov acaba de publicar su nuevo libro, La estrella y la cruz (Zvezdá i krest, editorial Eksmo). Al igual que su obra anterior, Bianca. Historia de una perra (Bianca. Istoria beloi suki), es una lectura que, literalmente, estremece el alma.
La novela rinde honores a dos personajes reales separados por años luz, tanto en la historia, como en la geografía. Uno es San Cipriano, mártir cristiano que vivió a horcajadas entre los siglos III y IV. Según la leyenda, nació en la isla de Chipre y padeció suplicio en Antioquía el 26 de septiembre de 304, junto con Santa Justina. El otro protagonista es Valeri Burkov, ex coronel ruso, ahora monje, nuestro contemporáneo, que en su vida monástica ha tomado el nombre de Kiprián, variante rusa de Cipriano.
Los capítulos se suceden, se alternan y nos trasladan en tiempo y espacio, como por telequinesia, entre un exótico mundo donde rigen aun los dioses del Olimpo mientras se expande cada vez más la fe en el Crucificado, y nuestra atormentada realidad actual, que adolece de una generalizada ausencia no solo de cualquier tipo de fe, sino también de la moral y de los principios.
Los destinos de los dos personajes son, en muchos aspectos, similares: ambos viven experiencias de extrema violencia, descreimiento, traumas profundos que dejan huellas imposibles de borrar, pero al final no solo llegan a adoptar la fe cristiana, sino se convierten en sus adalides.
Sin embargo, las similitudes no van más allá de esto. Cipriano, criado desde la infancia en íntima fusión con los dioses olímpicos, en especial con Apolo, pasa por sucesivas etapas que, poco a poco, cambian su personalidad, hasta convertirlo en otro ser diferente por completo. Desde muy joven, aprende la magia, tanto la blanca como la negra, invoca a dioses y demonios, practica encantamientos y sortilegios, suscita plagas, causa enormes sufrimientos individuales y colectivos, hasta que un día conoce a una joven cristiana, Justina, a quien se propone corromper y cuya pureza no solo la preserva de todo daño moral, sino que, además, se extiende a modo de manto protector sobre el propio Cipriano y lo transforma y convierte en la nueva religión. Avanzan juntos hacia la santidad y el martirio y la muerte física les abre las puertas hacia la vida eterna.
A su vez, Sasha, nombre con que aparece en el libro la figura de Valeri Burkov, es un muchacho ruso cuyo padre, coronel del ejército soviético, muere en Afganistán, durante la invasión. Identificado por completo con la ideología imperante entonces en su país y con la figura paterna, decide incorporarse a la aviación, participa en combates, choca con la realidad de la guerra, padece todo tipo de privaciones y traumas y, por último, pierde ambas piernas a causa de una explosión. En los años siguientes, ya recuperado físicamente y caminando con prótesis, se reincorpora a la vida activa, pero ya no nunca será el mismo de antes. Se le abren los ojos a entornos que nunca había percibido. Conoce personas que necesitan de su ayuda y que, aun sin limitaciones de locomoción, son vulnerables y dolientes; a través de estos contactos, se va acercando cada vez más a la esencia del verdadero humanismo o, lo que en su caso es lo mismo: la fe cristiana.
Como vemos, a pesar de todas las semejanzas, entre las trayectorias de los dos personajes hay enormes diferencias. Cipriano parte de una religión para terminar en otra; además, a lo largo de su vida precristiana, inflige mucho daño a otros mortales, daño intencional, al margen de cualquier conflagración bélica, hiere no solo a aquellos a quienes se supone debe castigar, sino también a miles de otras personas. Y solo el encuentro con Justina, invulnerable a todo poder de seducción o corrupción, dispuesta a sufrir cualquier cosa con tal de conservar su condición de purísima “novia de Cristo”, lo hace desistir de sus malas artes y adoptar sinceramente la nueva fe y el martirio.
En cuanto a Sasha, su “religión” anterior era el ateísmo, en su caso no había fe que cambiar sino un gran vacío que llenar. En cuanto a su condición ética y moral, el muchacho nunca hizo daño intencionado a nadie. Participó en una guerra y, en la guerra, los soldados matan, hieren y hasta, mueren, y nada de esto es personal. Ser soldado no menoscaba en absoluto su condición humana. Después del terrible trauma por la pérdida de ambas piernas, se recupera con fuerza y voluntad, dando muestras de una entereza poco común, heroica, y emprende un camino que lo conduce a la convicción cristiana. En su caso, a diferencia de Cipriano, es un hombre que padeció suplicio al comienzo del camino, no al final.
La estrella y la cruz es un libro que, en aras de proclamar la urgente necesidad de amor y de paz de que adolece el mundo, emplea el recurso de partir de lo contrario. Páginas y páginas sobrecogen al lector con imágenes de extrema violencia, tanto física como emocional, crudas, crueles, desgarradoras en su implacable veracidad, que muestran cuerpos destrozados de innumerables seres humanos e inocentes animales, que ni siquiera pueden comprender por qué sufren. Todo esto hace recordar, en lo pictórico, a Goya y al ruso Vereschaguin, quienes, atormentados por los horrores de las guerras de las épocas en que les tocó vivir, los representaron en sus lienzos con toda la desgarradora desnudez.
Lo sobrenatural también está presente en estas páginas. Según la historia, San Cipriano había aprendido las artes mágicas ya en los años de su primera adolescencia y, desde los tiempos de su juventud, la utilizó indiscriminadamente para lograr sus fines, en las etapas posteriores de la vida, antes de su milagrosa transformación. En cuanto a Sasha, aquí todo sucede a la inversa: lo mágico, lo sobrenatural, irrumpe en su existencia precisamente en los años en que experimenta todo tipo de vivencias que lo van conduciendo hacia una nueva vida y a la nueva espiritualidad.
Aquí se podría hablar de un fenómeno inusitado: se supone, al menos se suponía hasta ahora, que el realismo mágico era propio de la literatura latinoamericana, cuyos más destacados exponentes son Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Isabel Allende, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, entre otros. Sin embargo, La estrella y la cruz a todas luces da muestras de las mejores características del realismo mágico, al mezclar lo real con lo maravilloso, lo imaginario con lo cotidiano, las ensoñaciones con las más terribles crudezas de la vida. Por tanto, al parecer, es un movimiento que se expande, gana terreno y, en un futuro próximo, por obra de autores como Dmitri Lijanov, tal vez aparezcan nuevas novelas “mágicas”, escritas por autores rusos y de otras latitudes.
Los recursos literarios del autor son innumerables. Al igual que en su libro anterior, Bianca, las descripciones son prolijas en detalles, en términos botánicos, zoológicos, biológicos. Las metáforas asombran por su riqueza y originalidad y todo el conjunto es un abigarrado mundo, en cuyo interior coexisten, aparte de los hombres, animales, vegetales y minerales, que irrumpen en la vida de quien lee, la invaden, se hacen inolvidables e imprescindibles, dejando imborrables huellas en la memoria y en el espíritu.
Si hay algo que señalar en este libro es quizás un cambio en el ritmo narrativo a partir de un determinado momento en la descripción de la trayectoria vital de ambos personajes centrales, cuando se pierde un poco la continuidad expositiva. En los primeros capítulos se sigue ininterrumpidamente la secuencia de los acontecimientos, pero luego se llega a un punto en que la narración empieza a “saltar etapas”, pasando por alto episodios en la vida de los protagonistas que debieron de ser esenciales para su formación e, incluso, para su transformación espiritual.
No creo que este detalle alterare el gran valor del libro en su conjunto, pues belleza y riqueza narrativas se combinan, se mezclan para reflexionar en torno a los problemas que persisten en nuestro mundo, donde el bien y el mal, la paz y la guerra, siguen siendo conflictos universales.
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