Cuentan que fueron unas 30 mil personas las que se dieron cita el primer día de apertura de una cafetería McDonald’s en Moscú. Ocurrió hace 31 años, justamente el 31 de enero de 1990. Hacía pocos meses había estado por allí. Tan pocos meses, que ya lo estaban construyendo y lo vi cerca del edificio del periódico Izvestia, a pocos pasos de la plaza Pushkin, donde se encuentra el cine Pushkinsky, que daba de frente con el hoy desaparecido hotel Pekín. Entonces pensé que a lo mejor sería el set de una película. Pero alguien me aseguró que estaban construyendo un McDonald’s.
Mientras estudiaba en Moscú, a fines de años 70 y principios de los 80 del pasado siglo, los rusos me demostraron que se podía vivir sin tarjeta de abastecimiento, esa aborrecible herencia estalinista y desviación ideológica cubana, comodísima para el gobierno que la ha usado como bandera exitosa, cuando en realidad es una muestra más de la incapacidad para poner a producir la economía.
Los rusos me enseñaron que habían carnicerías a las cuales iba y podías comprar toda la carne que quisieras, fuese de vaca, de venado, de cerdo, de pollo, de conejo, de pavo, de lo que quisieras. También pescado, huevos, vegetales, lo que quisieras. Y vodka, claro.
De hecho, me gustaba ir cuando cobraba mi estipendio a un gran supermercado cercano, y comprar 30 bistec para todo el mes. Bastaba con conseguir una cajita de madera y colocarla afuera del ventanal. Se congelaba como piedra. Por aquella época las temperaturas normales de Moscú, en invierno, eran de -20 a -25 grados. Normal. En diciembre de 1979 hizo -45 grados durante tres catastróficas jornadas que dejaron 16 muertos congelados alrededor de nuestra residencia de estudiantes en la Calle Komsomolskaya No.9, en la Vedenjá (Vistavka Dostizhenia Narodnaya Jaziaistva), o sea Exposición Permanente de la Economía Nacional. Una zona maravillosa donde viví los primeros años.
En los años 70 y 80, la sociedad soviética había caído en el marasmo de la inercia. Era lo que más se le criticaba a Leonid Illisch Brezhnviev y demás miembros del Buró Político integrado, entre otros por Kosiguín, Gromiko, Suslov, Kirilenko, Tíjonov, Ustínov, Romanov, Alíev, Kisiliov, Shevarnadze, Démichev y otros, entre ellos el más joven: Gorbachov.
La primera señal de penetración capitalista ocurrió en 1979, en la celebración de las Espartaquiadas de Moscú, juegos deportivos que fueron un ensayo de los Juegos Olímpicos realizados en 1980. Lo primero en romper la barrera de hierro congelada y entrar como punta de lanza fue… Pepsi Cola.
Los refrescos, vendidos en kioscos que estaban casi siempre acompañados de largas colas, incluían la Fanta. Recuerdo que como parte de la credencial de aquellos juegos, en los que fungí de traductor del equipo de boxeo cubano, incluía una chaqueta veraniega para soportar cuando la temperatura descendía un poquito en la puesta del sol, en el verano de 1980. Era una chaqueta ligera de papel duradero, que traía impresa las anillas olímpicas y el célebre entonces osito Misha que era la mascota del evento deportivo que fue olímpicamente bloqueado por Estados Unidos y sus aliados.
Los rusos tenían un refresco natural hecho a base si mal no recuerdo de centeno: el vas. Algo que me recordaba la malta pero que era un poco más amargo, sin ese dulzor de la malta. Esa era su Coca Cola. Y habían unos vertederos de refresco, con vasos de cristal que uno mismo lavaba en un dispositivo en el mismo aparato que servía el líquido frío, de también servían agua de soda. Costaban uno o dos copecks, casi nada.
Pero a fuer de honestos, hay que reconocer que la economía soviética se caracterizaba por el abastecimiento de carne todo el tiempo, sobre todo en las grandes ciudades. El sistema cooperativo funcionaba. Y había cierta liberación de las fuerzas productivas. De modo que los soviéticos, generalmente, tenían excelentes alimentación. Al menos en las zonas a las que teníamos acceso los extranjeros.
Pero el gran daño estaba en la cerrazón. La cortina de hierro nefasta, que a la larga resultó ser de papel.
Cada año solamente se ponían unas cinco películas extranjeras. Siempre de la India y cuando más de Francia. Siempre rigurosamente censuradas. Allí Superman era el cosmonauta que estuviese volando.
Los soviéticos no tenían hambre de comida. Como sí siempre han tenido los cubanos. Tenían hambre de mundo. Y esa hambre de mundo entraba desde un simple refresco hasta una acartonada hamburguesa. Tenían hambre de algo que fuera más allá que la marca Sputnik, o Poljot o Raketa (como aquel reloj que me regaló mi abuela Margot cuando me iba a estudiar a la URSS), o de los muñequitos de Nu Pagadí (Espera y verás) o del periódico Pravda.
Cuando Gorbachov abrió la ventanita del baño de la perestroika y la glásnost, se desbocó el mundo hacia adentro de un país ansioso de modernización (para bien y para mal). Las 30 mil personas que convocó McDonald en su primer día en Moscú no iban detrás de la hamburguesa, las papas fritas y el refresco. Iban detrás de un mundo que les había estado vedado desde 1917. McDonald tumbó no un gobierno, sino un sistema social, político y económico. Aunque a decir verdad, no fue McDonald el que tumbó nada, ni el capitalismo, ni la CIA. Fue la incapacidad de construir una sociedad que se llamaba en papeles más justa y equitativa, que derivó en una casta podrida de corrupción y oportunismo, de represión y borrachera ideológica, que hartó a la ciudadanía.
Eso ocurrió hace 31 años, el 31 de diciembre de 1990. Era invierno. Pero no nevaba. La temperatura comenzaba a amainar. El cambio climático empezaba a dar señales. Después vendría el desmadre.
Alfonso Quiñones (Cuba, 1959). Periodista, poeta, culturólogo, productor de cine y del programa de TV Confabulaciones. Productor y co-guionista del filme Dossier de ausencias (2020), productor, co-guionista y co-director de El Rey del Merengue (en producción, 2020).