Yo era un joven de apenas veinte años cuando conocí a Eliseo Diego. Moscú deliraba con un verano de mentirillas, en noches de 8 ó 10 grados y el poeta había llegado invitado para recibir el Premio Máximo Gorki -equivalente para el desaparecido mundo del campo socialista europeo al Juan Rulfo que recibiría en México en 1993- gracias a las magnificas versiones que había realizado de la poesía de Serguei Esenin. Todavía hoy puedo recordar de memoria, frente a mi ordenador, aquellos versos que rezaban: «Ni lloro, ni quéjome, ni imploro/ como el blanco humear de los manzanos/ todo pasa envuelto en oro. /No más joven seré. Se fue el verano…»
Nadie, hasta la fecha, ha podido superar el tono logrado por Eliseo para llevar al español al más ruso de los poetas rusos del siglo XX, Serguei Esenin, quien -dicho sea de paso- tuvo una tempestuosa relación marital con la bailarina Isadora Duncan, gracias a la cual pudo conocer el mundo.
Si Esenin era borracho, irreverente y se liaba a puñetazos con cualquiera, Eliseo era un hombre pacífico, de hablar pausado que por aquel entonces no llevaba bastón y sí una barba ceniza debajo de unos ojos brillantes, pequeños y profundos, como un encantador de serpientes. Fumaba tabaco inglés en una pipa de cerezo y cada noche, antes de dormir, rezaba un «Padrenuestro» con fervor militante.
Serguei Esenin, por su parte, fumaba papirozas, unos cigarrillos de tabaco rubio con una embocadura de cartón, que era lo que fumaban los campesinos y los obreros de la Rusia de principios de siglo. El poeta ruso, a diferencia del cubano, terminó sus días, hastiado de todo, guindándose de un tubo de desagüe, en una esquina del techo de su habitación en el Hotel Astoria de San Petersburgo. Eliseo falleció de un ataque al corazón, sin que nadie se diera cuenta, apacible como un príncipe bueno, recostado en un sofá de la casa de su hijo, el ya laureado novelista Eliseo Alberto, en México, donde pasaba una temporada. Esas cosas raras tiene la poesía.
Sabrá Dios por qué ignorados mecanismos del espíritu la voz del poeta ruso sonaba en español como propia a través del talento de Eliseo Diego. Tuve en suerte que el gran poeta cubano, autor de «En la Calzada de Jesús del Monte» (1949) y «Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña» (1968), entre otros esenciales de nuestra lengua, fuera quien primero me guió por los vericuetos secretos e interminables de la poesía.
Su habitación del Hotel Rossía -un enorme cajón de varios pisos y cuatro hoteles en uno- tenía vista al río donde en invierno yo veía los hombres-focas abrir huecos en el hielo para bañarse en trusas, como si estuviesen en Punta Cana o Ipanema. En aquel entonces Moscú tampoco creía en lágrimas y cada noche tras las copas de vodka que ambos dejábamos deslizar por nuestros gaznates con especial disciplina, veía al poeta permitir que algunas lágrimas le humedecieran las mejillas como al desgaire. La culpable, según él, era su hija Fefé, allá lejos en Cuba.
He buscado en todos los cajones posibles aquellos pequeños papeles que Eliseo Diego escribió para el aprendiz de poeta que fui entonces y nunca dejaré de ser, donde iba marcando el devenir de la poesía hispana, como si fuera un mapamundi con versos que eran islas, continentes, lagos y otros accidentes geográficos. Lamentablemente, debe haberlos devorado el tiempo. Sí recuerdo, con agradecimiento casi de escolar sencillo, cómo fue desgranando ante mí los tipos de rimas, la métrica, los acentos interiores, los hemistiquios y otras puertas secretas que me llevarían por el interminable oficio del poeta. Guardo también, gracias al desvelo de mi madre -que en paz descanse- una foto a color para la cual posamos en abrazo de amigos Eliseo Diego, la traductora de literatura latinoamericana Verónika Spásskaya, el novelista cubano Noel Navarro, Delfín (no recuerdo su apellido) y el que suscribe.
Eliseo Diego, nacido en La Habana, en 1920, conversaba con un jadeo muy suyo, que no era más que la dificultad que tenía para respirar, parece que provocada por algún enfisema pulmonar. Su palabra lenta y casi saboreada viajaba en un permanente ciclo, de la conversación al poema y viceversa. Era el poeta de las siestas y el deslumbramiento con la luz del trópico, fundiéndose en un medio punto. Era el que elevó el polvo, la pátina del tiempo en las cosas a una categoría literaria, deudora de Quevedo: «polvo seré, mas polvo enamorado…»
Cuando ahora releo su obra, después de algunos años de su fallecimiento en México en 1994 (el pasado 1 de marzo hicieron 25 años), no dejo de escuchar su voz: «El sitio donde gustamos las costumbres,/ las distracciones y demoras de la suerte,/ y el sabor breve por más que sea denso,/ difícil de cruzarlo como fragancia de madera,/el nocturno café,/bueno para decir esto es la vida…»
Hojeo ahora sus libros «Por los extraños pueblos» (1958), «El oscuro esplendor» (1966), «Versiones» (1970), «Nombrar las cosas» (1973), «Los días de tu vida» (1977), y «A través de mi espejo» (1981), por sólo citar algunos, y lamento que su poesía no haya sido lo suficientemente conocida en otros países de América Latina. De seguro hubiese ejercido un magisterio difícil de ignorar. Aunque Eliseo Diego parecía un lord inglés, era un cubano criollo, que gustaba decir chistes y darse sus tragos y alabar la belleza de una joven deslumbrante, aunque después tuviese que correr a confesarse. Amó su familia, sus amigos y su país, con amor esencial, sin tener que subirse a una tribuna para decirlo. Y eso está en su poesía, una de las obras que más ha aportado a la cultura cubana.
Sin embargo no se circunscribió sólo a la poesía y la traducción literaria. Abordó la narración y el ensayo literario en muy interesantes acercamientos sobre todo a la literatura infantil, sobre todo en aquella época llamada el Quinquenio Gris o el Decenio Negro, en que junto a su cuñada Fina García Marruz y su concuño Cintio Vitier, estuvo relegado a un oscuro rincón de la Sala Infantil de la Biblioteca Nacional. Son memorables sus miradas a obras de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm, José Martí, Gabriela Mistral, William Faulkner, Nicolás Guillén o Virginia Wolf.
La obra de Eliseo Diego fue merecedora de mayores reconocimientos literarios, como el Premio Cervantes que nunca llegó a recibir. Y si uno piensa en poetas como Joseph Brodsky o Derek Walcott, no duda tampoco en lo merecido de un Nobel. No por demérito de Walcott o Brodsky, sino porque la profundidad de los hallazgos de estos es similar a los logrados por el poeta cubano.
Amigo personal de José Lezama Lima y de Nicolás Guillén, Eliseo Diego, con su obra, fue una especie de puente o vaso comunicante entre la poesía de ambos. Algo que me sorprendió con el tiempo fue que nunca conocí de alguien que hablara mal de Eliseo o le tuviera enemistad, ni siquiera aquellos que escribían en otros estilos y pertenecían a tendencias diferentes.
Fundador, con Lezama Lima, Pepe Rodríguez Feo, Virgilio Piñera, Cintio y Fina, entre otros, del grupo Orígenes, de enorme importancia en la cultura cubana, Eliseo Diego dio muestras, desde sus inicios, de ser dueño y señor de una manera muy personal de abordar la palabra.
Poeta siempre interesado en sondear esos velos que dictan el transcurrir del tiempo sobre los objetos y los seres, no dudaría en afirmar que Eliseo Diego fue el poeta del Tiempo. No el que se cuenta con un reloj digital, sino esa otra dimensión del ser donde el espacio no cuenta y sí la poesía. Todo poeta tiene que huir despavorido de la poesía de Eliseo Diego. Tan poderosa es la dulce sutilidad de su voz. Sin embargo, Eliseo siempre tuvo la dicha que se le acercaran siempre jóvenes poetas y escritores a beber de sus enseñanzas.
Con «Inventario de asombros» alcanzó el Premio de la Crítica en 1982. Cuatro años después fue aclamado como Premio Nacional de Literatura 1986. Si bien es cierto que su obra se tradujo a numerosos idiomas, incluidos el inglés, el ruso, el francés y el italiano, insisto en que su obra fue merecedora de una mayor difusión internacional. Quizás no tuvo suerte en encontrar un editor en el mundo que lo «lanzara» como era debido. Y decir «lanzara» es un eufemismo. Su propia obra hubiese prestigiado al más pinto de los editores. Su libro póstumo, compilado por su Fefé de la nostalgia moscovita, bajo el título de «En otro reino frágil» (Ediciones Unión, 1999), incluye poemas inéditos, escritos algunos días antes de su fallecimiento, y otros publicados anteriormente en revistas literarias, pero no incluidos en libros.
El poeta, que en su testamento literario nos legara «el tiempo, todo el tiempo», nos dice desde «Olmeca» uno de sus últimos poemas: «…Es cierto que estoy muerto y que ustedes me miran y están vivos./ Pero yo estoy muerto de risa.»
Y así lo veo yo, así lo siento, como aquellas otras tardes de mediados de los ochenta, cuando asistíamos a un festival de poesía en la cubana ciudad de Sancti Spíritus, al calor del verano rotundo de la isla y de unas copas de ron añejo. Eliseo Diego, el poeta Raúl Rivero y el que escribe; los tres diciendo chistes y alabando las bellezas criollas. Entonces Eliseo parecía decirnos como ahora: «El ron de mis mayores me protege/ contra el terror de ya no ser mañana./ Timor mortis conturbat me.»
(Escrito el 17 de enero del 2008)
Alfonso Quiñones (Cuba, 1959). Periodista, poeta, culturólogo, productor de cine y del programa de TV Confabulaciones. Productor y co-guionista del filme Dossier de ausencias (2020), productor, co-guionista y co-director de El Rey del Merengue (en producción, 2020).