La escena teatral dominicana pide a gritos, reclama, una valoración sin adulaciones ni lambonismo amiguista; necesita, exige, desacralizar ciertas vacas sagradas vendidas como grandes clásicos, que no son más que tristes repetidores de un mismo eterno personaje; demanda, requiere, un análisis profundo a calzón quitado, sobre cuáles son sus virtudes y defectos, sus carencias y sus abundancias; conmina, exhorta, a investigar y poner sobre el tapete el modo en que algunos productores y directores quieren hacer pasar gatos por liebres con puestas en escena supuestamente muy renovadoras, que no son más que antiquísimas estéticas ya rebasadas en la historia del arte contemporáneo.
Pero el sector teatral es, así mismo, uno de los sectores más sufridos en el sistema artístico dominicano. Un colectivo teatral, pero sobre todo el director y los actores, pasan largos meses preparando una obra, amasándola con paciencia, penetrándola poquito a poco, ajustándose a ella, pertrechándose de su historia, sus personajes, sus acciones, sus movimientos coreográficos, en fin adueñándose de ella para entonces, después que está montada, hacerla uno o dos fines de semana en una sala que a veces no logran llenar, por la cual ganan míseras sumas que cuando las prorrateas por todo el tiempo de trabajo invertido en ella, constatas que el actor o la actriz ha ganado menos que una trabajadora doméstica.
Entre los grandes problemas del teatro dominicano está la ausencia de puestas en escena arriesgadas, donde se rompan esquemas de manera real o se incluyan elementos de verdad novedosos. Falta una adecuación tecnológica realmente propiciadora de aventuras estéticas que ayuden a estremecer la escena nacional. Falta rehuir del historicismo impotente y del criollismo ramplón, de la mirada anquilosada y bobalicona hacia los campesinos y la vida en el campo. Está bueno de puestas en escena que más parecen cuadros naif de Morillo. Faltan dramaturgos, faltan dramaturgos osados, valientes, capaces de abordar con sinceridad problemáticas de la actualidad que están sobre el tapete en la sociedad dominicana.
Falta una actitud más respetuosa hacia la crítica. Al menos hacia la crítica que no es complaciente. Uno ganó un premio más o menos relevante hace 40 años, y se quedó ahí. Hay una brutal ausencia de una mirada profunda, socialmente científica desde el universo de la estética teatral, que permita abordar temas de la cotidianidad de la nación dominicana que no solo le son inherentes, sino imprescindibles. La escena dominicana se nutre fundamentalmente de obras de autores extranjeros que abordan temas más o menos universales, aunque la presencia de comedias ligeras de indudable acento comercial, permiten a algunos actores de academia, que han sudado su frente estudiando con rigor incluso en muy prestigiosas universidades del mundo, a sobrevivir junto a advenedizos de novena categoría llegados desde las redes sociales o cuando menos de programas de televisión bullangueros y fatales.
El Ministerio de Cultura a través de Bellas Artes debería organizar un evento más que todo teórico, de diálogo cultural, que permita climas de trabajo favorables a la creación y expresión artística sobre todo en el área teatral. Hay que cambiar las cosas, y para ello hay que tomar en cuenta de manera activa y muy participativa a los acores, directores, productores y técnicos que toman parte en una obra teatral. No basta con tener concursos de obras teatrales. ¿Cuántas de las obras teatrales premiadas nacionalmente han sido montadas por colectivos del país? No basta con tener salas de teatro, hay que pertrecharlas tecnológicamente para su buen funcionamiento. No basta con tener actores de calidad más o menos probada, hay que retribuirles según su calidad real, no la fingida.
De parte de los productores, directores y actores, se necesita una actitud de respeto a la poca crítica honesta que se pueda hacer. No se gana nada con ver en periódicos comentarios laudatorios que ponen por las nubes puestas en escena más bien mediocres. Porque la inflamación de egos es breve; los egos se desinflan al día siguiente, frente al espejo.
Hace unos pocos años realicé una crítica a una obra de un dramaturgo dominicano, cuya puesta en escena no me pareció feliz, lo cual sostengo con entusiasmo y lo único que le faltó al dramaturgo fue mentarme la madre desde las redes. Desde entonces decidí, primero que el dramaturgo no era tan bueno como yo pensaba y que padecía de una inflación crónica de las glándulas del ego; y segundo, que no valía la pena dedicar tiempo de mi vida a asistir a obras teatrales y escribir sobre ellas. Poco a poco he vuelto a hacerlo y me doy cuenta que el panorama sigue igual, que para nada ha cambiado y que la mediocridad sigue campeando en un sector que merece mejor destino.
Respeto infinitamente la labor de los teatristas, su pasión y su entrega.
Quizás las mejores cosas que suceden hoy las estén haciendo en Teatro Guloya y en proyectos independientes, entre ellos de microteatro. Se hace necesario darle oportunidades a jóvenes directores, actores y dramaturgos. Estoy convencido que la Ley de Mecenazgo va a servir para poner las cosas en su sitio, como finalmente está ocurriendo con la Ley de Cine, que después de los primeros años, ha surgido una cantidad de jóvenes directores que han comenzado a darle al país reconocimientos, premios y páginas de buena prensa en las más prestigiosas revistas mundiales de cine.
En menos de una década el teatro dominicano puede convertirse en una referencia. Historias hay de sobra en las calles y los campos dominicanos. Si algo necesita este país es verse en su propio espejo. Verse reflejado en la escena, pero de manera honesta, crítica, seguros de que la nación dominicana es fuerte y está plantada sobre cimientos fuertes.
Alfonso Quiñones (Cuba, 1959). Periodista, poeta, culturólogo, productor de cine y del programa de TV Confabulaciones. Productor y co-guionista del filme Dossier de ausencias (2020), productor, co-guionista y co-director de El Rey del Merengue (en producción, 2020).