Se calcula que actualmente hay más de sesenta y cinco millones de trabajadores domésticos en todo el mundo. En su mayoría son mujeres, normalmente provienen de los entornos más pobres y cuentan con algunas de las protecciones legales más débiles dentro de los países en los que viven. Se espera que trabajen muchas horas y que dediquen su vida a las familias para las que trabajan. Aunque a menudo se integran en los hogares, eso no significa que sean otra cosa que «mano de obra esclava». Carajita cuenta una historia especialmente escalofriante. Hace unos días hablamos con sus directores, Silvina Schinecer y Ulises Porra.
“Nos sorprendió sólo hasta cierto punto, pues es algo que en mayor o menor medida sucede en toda Latinoamérica y también en el resto del mundo. Lo hemos visto en otros lugares, con otras nacionalidades en juego, pero siempre sobre el cuerpo de la mujer. De todas maneras, sí que es cierto que en República Dominicana parece un fenómeno más extremo y, al mismo tiempo, demasiado ‘normalizado’”, comenta Ulises Porras, uno de los guionistas y directores.
Un misterio existencial sobre una adolescente amnésica y una mujer, con doble rol materno, en busca de una verdad completa y solo existe una a medias. La película Carajita desafía nuestras percepciones de clase, género, profesión, memoria y las relaciones interpersonales que forman colectivamente nuestras identidades.
Según Ulises Porra: “la idea original de Carajita fue de Ulla Prida, productora dominicana de la película y una de las guionistas junto a Silvina y yo. Ulla se acercó a nosotros con un guion que terminó siendo el germen de lo que finalmente escribimos entre los tres. Había visto nuestra película anterior, Tigre, y pensó que éramos los indicados para contar esta historia”.
“Por nuestra parte, vimos enseguida que la historia podía describir problemáticas que son universales, pero hicimos un esfuerzo muy consciente para tratar de interiorizar aquello que era estrictamente regional. Fue un proceso muy interesante dejarnos empapar por la cultura dominicana”, declara Schicener, la otra mitad de la dupla de directores.
Yarisa (Magnolia Núñez) ha pasado la mayor parte de su vida laboral al servicio de una familia adinerada y se ha convertido en parte integrante de sus vidas. Especialmente para la adolescente Sara (Cecile van Welie), que la trata como una madre de alquiler. Esto ha llegado a costa de la relación con su propia hija, Mallory (Adelanny Padilla). La pareja está casi distanciada, pero cuando sus jefes se trasladan a su ciudad natal, ella lo ve como una segunda oportunidad con la suya. Sin embargo, cuando se produce una tragedia, Yarisa debe enfrentarse a una verdad dolorosa. El uso del argot dominicano de la palabra “carajita” se traduce aproximadamente como mocosa, como subtítulo aplicado a Sara.
Con respecto a la elección de las protagonistas, señala Porra: “para el papel de Sarah necesitábamos a una chica realmente joven, que supiera expresar diferentes emociones a través de distintos tipos de silencio, que pareciera dulce e inocente, pero que al mismo tiempo pudiera lucir distante. La tarea de interpretar a Sarah era muy difícil y Cecile logró llevarla adelante con un asombroso alarde de inteligencia. Para Yarisa necesitábamos una actriz que supiera llegar a lugares de extrema vulnerabilidad y volver ilesa. Necesitábamos un sufrimiento que se viera real, visceral. Magnolia tiene un instinto muy afilado para lograr abarcar estados de ánimo realmente complejos y la elegimos por eso. También sabe brillar en la pantalla cuando es lo que se necesita. Es realmente muy talentosa”.
“Lo complejo de Carajita es que es una película de personajes que incluye en su estructura un policial, así como algunas complicaciones de trama que no había que desatender. Los primeros planos nos ayudaron a focalizarnos en los personajes en aquellos lapsos en los que nos lo podíamos permitir, para después poder atener otras dimensiones de la película con otro tipo de planos” prosigue el director.
Aparte de los actores, la imponente casa y el trabajo de fotografía es también parte importante de la narrativa, El uso de la oscuridad y de la luz intensamente coloreada es una constante en la fotografía de Iván Gierasinchuk, que no es la primera vez que colabora con ambos directores.
Para Silvina Schinecer, “la elección de la locación de la casa de los De Moya iba a ser crucial para la película. Necesitábamos un lienzo en blanco que rompiera con el exterior, una arquitectura que se viera balanceada al inicio de la película, pero que según avanzáramos pudiera volverse más opresiva. Vimos muchas buenas casas en la zona de las Terrenas y otras poblaciones de Samaná. Pero la única opción para nosotros y el resto de los cabezas de equipo fue siempre la que finalmente elegimos”.
Cuenta Ulises Porras: “con Iván ya habíamos trabajado en nuestra película anterior y nos conocemos bien. Él es realmente muy talentoso y siempre genera un diálogo fluido con las directoras y directores con los que trabaja. En esta ocasión trasladamos a la fotografía algo que veníamos trabajando con el resto de departamentos: partir del realismo para, en los elementos clave, atreverse a ficcionar un poco más, ser más intencionales. Queríamos una luz de corte realista, pero con encuadres algo más orientados e impresionistas. La noche que propuso Iván, en consecuencia, no tiene luz de relleno. Los negros son negros y las fuentes de luz unidireccionales y justificadas. Iván controla tremendamente bien el contraste y el claroscuro, así que de algún modo era algo sencillo para él”.
“También debemos advertir que en la segunda parte del rodaje (por la pandemia tuvimos que paralizar el rodaje y volver siete meses después a filmar dos semanas), el fotógrafo que nos acompañó fue Sergio Armstrong, ya que Iván no pudo venir. Sergio siguió con ingenio el camino trazado por Iván y más tarde Iván se hizo cargo de toda la postproducción de la fotografía” apunta, a continuación, la directora.
Durante la entrevista ambos directores nos revelan: “cuando entramos al proyecto una de las principales propuestas fue la de incluir en la trama la dimensión de la impunidad. El conflicto matriz de la película era tan gratuitamente trágico que debía de estar al servicio de una premisa más profunda. No queríamos hacer pasar a Sarah y a Yarisa por semejante suplicio si de algún modo no servía para marcar eso que es universal: que a la hora de la verdad las clases dominantes están protegidas y las clases vulnerables no tienen asegurado el estado de derecho.”
Por último, señalan: “de todos modos, hicimos un esfuerzo bastante prolongado en intentar que aquello que señala la película como injusto se limitase al sistema que alberga a los personajes, no a ellos en particular. Quisimos tratar que en la película no haya culpables o inocentes, sino seres humanos que actúan en un contexto definido”.
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